Rincón de Petul
Vergüenzas y tabús. El problema del ladino
Las arcaicas expresiones escritas por Asturias no fueron más que la revelación de un algo que también nos pertenece.
Chapín, ladino y citadino, nada puedo hacer para evitar una verdad ajena a seguramente nadie: que parte de mi propia historia es o fue racista. Nacido en la Guatemala de la Asunción del siglo veinte, por regla, sé que en los anales de mis familias hay crudas expresiones de discriminación racial contra el indio, y sobre las que seguramente no quiero indagar o que seguramente no quiero recordar. Y que, seguramente, tampoco son muy distintas a las vividas —en mayor o menor grado— en muchas, en la mayoría, o en todas las familias de mis pares. Ladinos y citadinos, chapines de la Asunción. Herederos de un sistema de exclusión contra el invadido y luego sometido. Humillado y disminuido, con deliberada intención, el rechazo generalizado se hace muy patente desde las más tempranas edades.
Las arcaicas expresiones escritas por Asturias no fueron más que la revelación de un algo que también nos pertenece.
De niño, yo tenía pocos días de haber regresado al país, cuando en el colegio, al escuchar a los amigos, pronto entendí con qué no quería ser asociado. Bien dijo Jayro Bustamante, con su mira cineasta, que en este país, “indio” es uno de los tres insultos capitales. (“Hueco” y “comunista”, los otros dos). Ante ellos, una joven identidad tiene pocos caminos: Adoptar las golpeadas identidades, con estoica hidalguía (a pesar de las consecuencias, y sufrir las consecuencias). O huír. Sumarse al rebaño de agresores o, en todo caso, guardar complaciente silencio.
Pero ese silencio no es la única forma de evasión del inocente ante tan penoso flajelo social. ¿Acaso callar de dónde venimos y buscarnos desvincular de forma mágicamente falsa, no es también una forma de ser complacientes y de perpetuar el problema? Claro, hoy, ya con el respaldo de una cultura más de avanzada, llena de expresiones atractivas a quien se vuelve incluyente, van quedando más expuestos quienes persisten en ser irreflexivos discriminadores evidentes. Pero ¿cuántos de los conscientes se atreven, públicamente, en los apreciados y bien cuidados círculos, a revelar aquel penoso cuento de familia, que destapa la completa identidad? Es decir, no solo mostrar la cara del consciente de hoy, sino, además, la historia del dónde venimos. ¿Quién no es, en su propia historia, un agresor? En sus padres, sus abuelos, o en sí mismos, en épocas pasadas que optó por el silencio o se sumó a aquel rebaño.
Al ser la nuestra una sociedad agresiva, todos hemos recogido, de alguna u otra forma, una parte de esa agresividad. Una de esas formas, insisto, es nuestras historias. Negarlas o esconderlas no es tan sano. Empero, reconocerlas, hablar de ellas, abstrayéndonos de juzgar el ayer con los conocimientos del hoy, puede ser más honesto y constructivo. Romper tabús que nos llenan de vergüenzas, es muy necesario para el crecimiento colectivo, para la sanación personal, y sobre todo, para que nuestro rol del hoy sea uno congruente con la deuda histórica que acarreamos. El anuncio de que los restos de Miguel Ángel Asturias serán traídos a Guatemala, creó una feliz expectación. Pero, también afloró la crítica al escritor por causa de su infame tesis: El problema social del indio (1923). Y, aunque leer hoy lo escrito ahí entonces sí causa repulsión, creo un absurdo tachar por ello a nuestro máximo expositor literario. Uno que, luego, recogió la identidad de nuestro origen de una forma tan celestialmente mágica, que lo hizo acreedor de un género, premiándolo como todos conocemos. Pero, además, porque las arcaicas expresiones escritas por aquel joven no fueron más que la revelación de un algo que también nos pertenece: la infamia de nuestras propias historias. Un problema del que quizás no mucho hablamos. Un tabú bien guardado, que nos llena de vergüenzas.