Una lección que aprendí muy tarde


FRIEDRICH HAYEK (1899-1992), MEER.COM

Por ANTONIO CANOVA

Soy administrativista (1). Más aún, abogado que ha ejercido, profesor que ha enseñado y autor que ha escrito sobre el Derecho Administrativo. Hasta he ganado premios por libros sobre el tema de mi especialidad.

Leí Camino de servidumbre, de F. von Hayek, ya muy tarde. Luego de más de una década. Al hacerlo entendí que no trabajaba para la libertad, la prosperidad, por la felicidad del ciudadano común, sino que lo hacía, sin querer, para el poder, para hombres que viven de la política. La destrucción de Venezuela, que notaba por doquier y la sabía indetenible y devastadora, la vivía, pero no sabía que era yo también uno de sus culpables.

En mi defensa: pensé que estudiaba, trabajaba, enseñaba y escribía para todo lo contrario. En mi ingenuidad e ignorancia pensaba que era posible hacer justicia social a través de la acción estatal e impedir, a la vez, que los gobernantes abusaran de la increíble prerrogativa que les habilitaba para lograr esa misión.

Tres capítulos de este corto libro publicado en 1944, todo un grito en un momento de desespero, una advertencia emocionada de uno de los pensadores más geniales de la historia, me forzaron a reaprender. Desde entonces, sigo siendo un administrativista, uno diferente. Ahora, seguidor de Jorge Luis Borges, abogo por “un mínimo de Estado y un máximo de individuo”.

En el primero de esos capítulos que me marcó dice:

Cuando el curso de la civilización toma un giro insospechado, cuando, en lugar del progreso continuo que esperábamos, nos vemos amenazados por males que asociábamos con las pasadas edades de barbarie, culpamos, naturalmente, a cualquiera menos a nosotros mismos”.

Ya lo sé, fue mi culpa también. Nunca fui simpatizante del chavismo. He estado claro que los militares no deben salir de los cuarteles. Prefiero la civilización, la paz. Pero defendía el interés general y la justicia social sin comprender que son excusas que hacen potable la ambición enfermiza de los políticos por el poder.

El Derecho Administrativo dice procurar eso: alcanzar un equilibrio entre el interés común y la libertad individual, pero acepta la primacía del primero, aunque dice negar la violación los derechos. Da poder, pero no absoluto, con límites. Ahora sé que es imposible, una quimera, utopía. No surgirá un Estado de Derecho infestado de ideas sociales. No hay terceras vías.

Inflación legislativa en vez de instituciones claras. Mandatos y órdenes en lugar de igualdad formal. Límites inocuos al desconocer la inviolabilidad de la propiedad privada que, con eufemismo, justifica con atribuirle una función social. Imposición y coacción antes que cooperación voluntaria entre iguales. Ese es el transitar inevitable del Derecho Administrativo. Sus orígenes, sus principios centrales, sus objetivos no son adecuados para equilibrar nada, al contrario. Un administrativista bueno de la talla de Santamaría Pastor lo reconoció en su Discurso de incorporación a la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Se preguntó, nos azuzó: ¿a qué Dioses hemos servido?

Difundí ideas equivocadas que llevaron a la debacle. Cual bacterias, minaron el cerebro de muchos y ya instaladas en una sociedad no hay vuelta atrás. Hayek me hizo consciente del error.

El otro capítulo que me desencajó se titula: “La planificación y el Estado de Derecho”.

Obvio que iba a despedazarme. Explica que cuanto más planifica el Estado, menos libertad tendrán los individuos para hacerlo. No hay opción, en cualquiera de sus manifestaciones el Estado colectivista impone sus objetivos, sus fines, su “moral”. Esto es todo lo contrario, antagónico, a la noción de Estado de Derecho. El Derecho Administrativo se revela monstruoso:

Cuando al hacer una ley se han previsto sus efectos particulares, aquella deja de ser un simple instrumento para uso de las gentes y se transforma en un instrumento del legislador sobre el pueblo y para sus propios fines. El Estado deja de ser una pieza del mecanismo utilitario proyectado para ayudar a los individuos al pleno desarrollo de su personalidad individual y se convierte en una institución «moral»; donde «moral» no se usa en contraposición a inmoral, sino para caracterizar a una institución que impone a sus miembros sus propias opiniones sobre todas las cuestiones morales, sean morales o grandemente inmorales estas opiniones. En este sentido, el nazi u otro Estado colectivista cualquiera es «moral», mientras que el Estado liberal no lo es”.

Leer a Hayek te hace parar de pensar que el Derecho Administrativo no nos conduce a un Estado de Derecho, sino a un Derecho del Estado, que inevitablemente degenera en mandatos de quienes dominan, y demuele a los demás.

El décimo capítulo, el último que quiero mencionar, se titula con una pregunta: “¿Por qué los peores se ponen a la cabeza?”.

Los administrativistas solemos pensar en un gobernante bueno, o al menos uno que aceptará las reglas: que ejercerá una autoridad temporal y limitada, para el bien. Candor, inocencia, ingenuidad es lo que reprocho por pensar que tendría éxito un conjunto de normas que postula que los gobernantes siempre han de respetar los derechos adquiridos de los demás y que será factible detenerlos cuando se rebelen.

Al poder llegan los peores. Sea por la fuerza o por elecciones se imponen los más crueles, traicioneros, los que tienen menor pudor. No en vano tantos psicópatas escogen abrirse camino en la política. Es algo que ya ha anunciado y probado la teoría política, la sociología, la psicología. La ley de hierro de las oligarquías se aplica a todo grupo que pretenda mandar; el poder corrompe; la política ensucia. Todo se debe a los incentivos de los gobernantes, que no son bondad ni sacrificio, a su arrogancia, como  ha dejado en evidencia cientos de estudios y experimentos de la Escuela de Public Choice.

Como administrativista sabía mucho de leyes y de deontología. Nada de lo demás. Era ignorante. Empecé desde entonces a leer sobre otras áreas de conocimiento, de ciencias sociales y naturales, pues si solo sabes Derecho, no sabes ni siquiera Derecho.

Hayek me llevó con su Camino de servidumbre a una liberación. Me abrió fronteras. Expandió mi mente, elevó mis miras. Y le dio un sentido a mi vida.

Ahora y por lo que me quede de vida, he asumido el compromiso, con obsesión, de esparcir las ideas de libertad y enrumbar a las personas hacia la búsqueda de su propio destino.

Camino de servidumbre es de las mejores herramientas para ello. A sus líneas recurro ahora en mi profesión, en mis clases, en mis escritos. Administrativista que se tope con esa advertencia de Hayek contra el Estado Social y su inevitable camino al totalitarismo, no tengo duda, cambiará. No seguirá pensando igual. Quedará con la sensación de que ese librito que ha leído cayó en sus manos muy tarde.

Notas

1 Según la RAE: “Dicho de un jurista: Que se dedica al estudio o a la práctica del derecho administrativo.”

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