Un cardenal diplomático, por el bien común


Rincón de Petul

Un cardenal diplomático, por el bien común

Según se lee ya en los obituarios, la suya fue una trayectoria diplomática con papeles sobresalientes durante más de treinta años.

La mañana del sábado 18 de mayo amanecimos heridos con el anuncio del fallecimiento del notable guatemalteco Francisco Villagrán de León, diplomático fundamental para nuestra era y quien, gracias a su cercanía con el presidente Arévalo, justamente iniciaba el cumplimiento de un rol para el que se perfiló tras una ilustre carrera: el de guiar, el de rectorar ámbitos trascendentales del camino de las relaciones internacionales del país, hacia el sendero de lo que él más firmemente pregonaba: el uso del entramado internacional para fortalecer en Guatemala una democracia al servicio de la protección de los derechos humanos de la población.

Villagrán de León. Queda enterrar el cuerpo. Mas nunca el legado; la exaltación de su ética y la inmortalidad de su ejemplo.

Según se lee ya en los obituarios, la suya fue una trayectoria diplomática con papeles sobresalientes durante más de treinta años. En ella, encabezó la representación del país en altos espacios, incluyendo nuestras misiones ante Naciones Unidas y varios países en Europa y el continente americano. Pero imagino que importante habrá sido un hito singular de su recorrido para la misión que desarrollaba ahora, y es la experiencia que recogió durante la conducción de nuestra embajada en Washington. Y, más aún, que el solo hecho de haber dirigido esa misión, sustancial habrán venido a ser también su entendimiento de las interioridades políticas en esa compleja capital hemisférica, como su amplio roce y su capacidad de acercamiento con los actores clave que, con su culta y distinguida prestancia, pocos más pueden lograr. Esto, en este momento clave -como quizás también siempre- para Guatemala, es trascendental, dada la atención del Norte sobre nuestro país, como también por nuestra necesidad de recurrir a los amigos para equilibrar fuerzas internas, en pro del bien común, la defensa del derecho humano, y de una institucionalidad estable, a la que llaman las repúblicas democráticas.

Durante la conflictiva batalla interna en el estira y encoge por la expulsión de la Cicig, la figura de Villagrán de León vino a ser principal para ayudar al público a tener un entendimiento más profundo, más técnico, más educado sobre lo que significan los conceptos de la soberanía, y el papel que funge en la modernidad la cooperación internacional. Y en cómo esa interdependencia, contraria al burdo discurso de la soberanía que prostituyeron los más férreos defensores del sistema de la corrupción y la impunidad, puede -y debe- ser constructiva en la dirección de un Estado que persigue el legítimo estado de bienestar. Así, su libro Soberanía y No Intervención queda como un legado enorme y su lectura, un deber para todo aquel que ose mencionar la soberanía como excusa -a toda costa- para vociferar en contra de lo que nombran intervención extranjera. Y, en cambio, para la aceptación y promoción de mecanismos que han logrado evolucionar conceptos para así presionar a que los países más proclives a las arcaicas antidemocracias se alineen a sistemas internacionales más modernos; menos autoritarios; y más equitativos, en el marco de la necesaria amplia representatividad ciudadana.

Nuestra era está marcada por la búsqueda de vínculos internacionales para afianzar posiciones internas. Esto lo hacen los más oscuros, como también quienes procuran un legítimo estado de derecho, al servicio de la gente. En esto último, el embajador Villagrán de León fue cardenal. De cara al volátil año político en Washington, es una pérdida preocupante para el presidente Arévalo. La dificultad de un reemplazo semejante será solo celebrada por los adláteres de la oscuridad. Queda ahora enterrar el cuerpo. Mas nunca el legado de su vida; la exaltación de su ética y la inmortalidad de un ejemplo aplaudible que deja en la diplomacia nacional.



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