Carlitos se ha afeitado, que es día grande y para salir en la foto del acceso a las semifinales hay que salir guapo, bien acicalado. Y de guapura sabe un rato Stefanos Tsitsipas, proporciones griegas (en sentido estricto) y generador de suspiros, aquí y allá, desquiciado en este episodio parisino en el que apenas ha empezado el segundo set y ya jura en arameo mientras su padre, Apostolos, transmite en el banquillo tanto nerviosismo o más que el hijo, agobiado y desbordado en la arena, sobrepasado por la impecable demostración del cohete. Allá que va Alcaraz, sin freno, serio, constante, cortante, inspirado otra vez: 6-3, 7-6(3) y 6-4, tras 2h 29m. Ha adquirido velocidad de crucero el murciano y sin comerlo ni beberlo y pese a todo, a esta primavera puñetera que no le había dejado coger vuelo hasta el aterrizaje en París y que dispara los estornudos en la grada por la cercanía del Bosque de Bolonia y las alergias, ya está ahí, chispeante, creciente y cada vez más sonriente, arrollador hacia la penúltima ronda de este Roland Garros en el que Novak Djokovic ya es, oficialmente, un caído en combate.
La abdicación del serbio por la lesión de menisco replantea el escenario, y no porque esta vez fuera el gran candidato, ese Nole en fase incandescente, inmenso, ogro, sino porque oír su simple nombre y observar su simple presencia siempre intimida y él a un lado ahora, todo se ve diferente. Muy distinto. Mejor, para qué engañarse. Recuerda Carlitos, veloz, contundente y preciso ahí abajo, el capítulo de hace un año, cuando la tensión le oprimió de tal manera en las semifinales contra el serbio que no podía pensar ni esprintar, y piensa que en esta ocasión seguramente será diferente, de igual a igual contra el que manda. Pero ya no es el imperio de los imperios, abatido por la rodilla Nole, sino que al otro lado de la red estará un tal Jannik Sinner, agente doble: el gesto risueño y la bondad fuera de la pista, joven encantador, pero un cíborg inmisericorde dentro del rectángulo, bajo la visera, que además estrenará la poltrona de mando; eso sí, desprovisto de ese áurea gigantesca del balcánico. Ni uno ni otro llegaron finos aquí, pero la nueva ola triunfa de manera natural, sin los temores de la hornada previa. A los pies de Sinner ahora.
Ya le ha zurrado alguna que otra vez a Tsitsipas, un tenista hecho un lío que a veces no se entiende ni él mismo; dónde llegaría si ahí dentro, en esa mente tan traviesa, hubiese un punto más de orden. Impresionante el soliloquio que mantiene de principio a fin, sin disimulos, extraordinario alimento para el de enfrente, y en paralelo ese debate sin fin que mantiene a grito pelado con Apostolos, de tal palo tal astilla. Ininteligible todo, claro, salvo que te llames Vicky Georgatou, la periodista helena que sigue los pasos de los suyos por el circuito, y puedas descifrar todo ese jeroglífico dialéctico. No deja de ser el griego una víctima, primero de los grandullones, esos Nadal, Federer y Djokovic inalcanzables; a los tres venció, y a la vez todos ellos le cerraron la puerta que ahora le niegan los jovenzuelos, ya sea Sinner, ya sea Alcaraz, una pesadilla este último. Recibe estopa el Zeus otra vez, la sexta en otros tantos encuentros entre ambos. “Sé cómo tengo que jugarle”, advertía dos días antes el español, ya hinchado, plan en mano: castigo al revés. “Quiero demostrar todo lo que tengo dentro”, replicaba Titsipas.
Y enseguida, entregado ya el primer parcial, vuelve a aflorar el desorden. Como al inicio, cede el servicio de entrada en el segundo y aunque tira después un amago recuperando el break e intentando poner a la grada de su lado, “¡Es-tefanós!”, le anima la Chatrier sin demasiada fe, en el desempate Alcaraz le asesta otro bastonazo de aúpa. Fluye el de El Palmar, fino por los dos perfiles y rápido, cada vez más imponente, y siguen sonando dos radios encendidas: una la del griego, caliente todo el rato, y otra la de Ferrero, que disfruta con lo que ve pero no admite relajaciones, que ya se sabe lo que pasa. “¡Ambicioso al resto!”, reclama a su jugador. “¡Acaba de darle!”, sigue; traducido, remátalo, no le dejes levantarse. “¡Agachadito y le das!”, insiste. “¡Vamos a buscarlo, eh, vamos a buscarlo Charly! ¡Lenguaje corporal y a por él! ¡Algún paralelo también!”, receta el técnico, quien ni se inmuta (lo ve a diario) cuando el rival tira un pelotazo tremendo a los pies de su chico, con rabia, y la respuesta es una volea cortada de revés y con efecto. Delicatessen. Carlitos y los cientos de vídeos de Federer.
A fuerza de ver y de ensayar —y del desmesurado talento que le viene de serie, claro—, Alcaraz sigue interiorizando, asimilando y proyectándose como un competidor diferente; con los defectos propios de su edad, felices 22, pero con un repertorio fuera de norma, hasta cierto punto transgresor en estos tiempos de rebaño en los que parece estar prohibido salirse del carril. Todos obedientes, casi todos iguales. Dos excepciones: la de él y la del nuevo rey, Sinner, fabulosa contraposición. Los dos han tocado la cima, los dos han probado las mieles de un grande. El tenis está en buenas manos. Contabiliza el español 50 victorias ya en los majors y el viernes afrontará su séptima semifinal, por más que Tsitsipas intente mantener el tipo en la recta final, una vez que ya ha discutido con su padre, con la jueza y, sobre todo, consigo mismo. Maldice sin parar, se queda sin fuerzas. Se tira a la red desesperado, hasta 46 aproximaciones, pero de nada sirve. “¡Exígete! Duro ahí, ¿eh?”, aprieta Ferrero de nuevo y la Chatrier hace la ola y se relame. Y Carlitos, aplicado pero a la suya, dejadita para redondear, sonríe y celebra de noche. Sinner espera, se avecina fiesta.
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