Algunos diputados de oposición contemplaron la posibilidad de aprobar la propuesta de referéndum sobre la llamada “ley jaguar”, no porque estuvieran de acuerdo con la normativa, sino por temor a ser responsabilizados de frustrar la expresión de la voluntad popular. Tenían plena conciencia de los nefastos efectos del proyecto sobre la institucionalidad, en particular por el cercenamiento de potestades de la Contraloría y el debilitamiento del régimen de contratación mediante concurso. Sabían que la ley abriría las puertas a la corrupción, pero estaban dispuestos a apoyar la convocatoria conjunta para no asumir el riesgo de que les “echaran el pueblo encima”.
Confiaban, además, en que la Sala IV, consultada por el Tribunal Supremo de Elecciones sobre la constitucionalidad del proyecto, se lo traería al suelo. Es decir, estaban también conscientes de los roces de la propuesta con la carta fundamental y la jurisprudencia vigente.
Votarían por temor, y eso suscita un primer reproche. Se les eligió para defender lo correcto, cada cual desde su perspectiva ideológica, no para trasladar esa obligación a otras instituciones y menos para votar contra sus convicciones y los intereses del Estado, aun confiados en el eventual fracaso de la iniciativa.
Si ese cálculo fuera errado, cometerían un grave error político. En primer término, darían implícita anuencia al discurso sobre la inutilidad de la Asamblea Legislativa. Enviar el proyecto a referéndum es admitir la imposibilidad de resolver la discusión en el Congreso, cuando la aprobación o rechazo de iniciativas similares es perfectamente normal en el quehacer legislativo.
Además, una convocatoria a referéndum, no importa cuán limitados sus alcances, daría al oficialismo la oportunidad de iniciar la campaña política por adelantado y desde el poder, con posibilidad de probar voceros (precandidatos), hacer transferencia, en la medida de lo posible, del liderazgo personalista del presidente y desarrollar organización territorial.
Para sus proponentes, no sería necesario exaltar las virtudes del proyecto ni lograr su aprobación. Bastaría con tener un aparente motivo para “denunciar” a las instituciones y personas “responsables” de impedir el desarrollo y, por ende, “culpables” de los fracasos de las políticas gubernamentales.
Todo por temor a una influencia sobre la población que no ha sido demostrada. Sí, las encuestas apuntan a un apoyo mayoritario al gobierno, pero en ningún momento se ha transformado en poder de convocatoria, salvo para quienes confunden las redes sociales con la realidad.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.