Los partidos políticos


Maurice Duverger advertía en la Francia de 1964, que su obra Les Partis Politiques, descansaba sobre una contradicción fundamental: seriamente, era imposible obtener los comparables de tales organizaciones. Conceptuaba lo planteado como círculo vicioso, en tanto y en cuanto solo las monografías hasta entonces conocidas –pretéritas, sin dejar de ser sustanciosas– permitirían construir una teoría general de los partidos, sin que ésta pudiese ahondar sobre el tema al no existir un supuesto o conocimiento especulativo que los defina o que explique razonablemente sus fenómenos causales. Porque la naturaleza solo responde si se la interroga, y en este caso, añadía Duverger, no se sabe qué preguntas hacerle.

Nuestro autor estimaba que el ejemplo de Estados Unidos era impresionante. Un país donde los estudios sobre los partidos políticos abundaban, aunque ninguno pudo aclarar verdaderamente los problemas relativos a la evolución de sus estructuras, su número y relaciones recíprocas. Tampoco su papel esencial en el ámbito del Estado que garantizaba su funcionalidad, porque –esos estudios– fueron concebidos dentro del marco privativo de la gran nación norteamericana –no hacían referencia a cuestiones generales de aplicación en otros países gobernados por sistemas democráticos–. La carencia de definiciones de alcance general era una primera dificultad. De allí, quizás, que la primera teoría general de Duverger sería –en sus propias palabras– vaga, indeterminada, por lo que apenas serviría de base para mejores intentos de profundizar en el problema planteado. En el fondo, se trataba de una deliberada intención de adaptar la técnica de los «modelos» a la ciencia política.

Duverger conjeturó que quizás en cincuenta años –contados a partir de 1964–, sería posible describir el funcionamiento real de los partidos políticos –más allá de los dominantes relatos míticos del año en referencia–. Ya se han cumplido sesenta años desde aquella presunción y ahora los partidos están en severa crisis. En su tiempo, la mayor parte de los estudios relativos a los partidos políticos, se abocaban al examen de sus contenidos doctrinarios, una orientación derivada de la noción liberal que estimaba al partido como grupo ideológico –las ideas del pensador y activista Benjamin Constant, según el cual «un partido es una agrupación de personas que profesan la misma doctrina política»–.

Duverger, ilustre jurista y politólogo francés, hace referencia a las concepciones marxista del partido-clase y liberal del partido-doctrina. A partir de allí, se despliegan los métodos que intentan determinar la composición social de los partidos. Más que de dos clases –proletariado y burguesía–, puede hablarse de mentalidades y actitudes sociales determinadas y claramente diferenciadas. Serán partidos distintos en sus estructuras organizacionales, en sus principios y valores, tanto como en sus interacciones con el Estado.

En los populismos de la hora actual, se confunde el líder único con el mismo Estado en una extraña y peligrosa simbiosis. En ese caso, puede que haya algo de pensamiento, aunque generalmente es confuso y difuso –como en todo, habrá excepciones–. No hay la menor duda que ayer como hoy, las doctrinas influyen poderosamente sobre la estructura y funcionamiento de los partidos políticos. Y es precisamente sobre esos contenidos doctrinarios de alcance general, que se fraguan las similitudes entre las organizaciones políticas de países diversos.

Si había una contradicción fundamental en 1964, hoy la situación es aún más confusa en América y Europa, para circunscribirnos a Occidente, como campo de estudio. Lo que sucede en Estados Unidos no es enteramente comparable a cuanto se ha visto en la América Latina, en España, quizás también en Inglaterra, donde el electorado primordialmente laborista, decidió votar a Boris Johnson –líder del Partido Conservador y unionista–, dándole el mayor porcentaje de votos obtenido por algún partido desde 1979. En España los dos partidos constitucionalistas de la democracia de 1978 han sufrido escisiones de grupos más o menos radicalizados en sus posturas ideológicas, lo cual ha incidido sobre el juego político. En Estados Unidos ya hemos visto cómo los partidos Republicano y Demócrata se debaten entre la moderación y el radicalismo de sus constituyentes, lo que igualmente ha cambiado el juego, aunque todo indica que las venideras elecciones presidenciales, solo serán una repetición de lo que ya hemos visto en los dos procesos anteriores. Se trata al parecer de realidades sociopolíticas sumidas en aguda crisis de liderazgo.

Vayamos al caso venezolano, donde nada resulta más vergonzoso que el devenir político contemporáneo –salvo las honrosas excepciones que todavía nos permiten abrigar esperanzas–. Partidos tradicionales –incluso algunos más jóvenes– convertidos en cascarones vacíos –sin liderazgos ni posibilidades de reinventarse–, caídos en manos de agavillados que no representan a nadie. También una opinión pública inmersa en la confusión que ha originado la destrucción de valores y el desmantelamiento de la República Civil. Son muy pocos los verdaderos creadores de opinión en la hora actual.

Cerramos con el pensamiento siempre vigente de Murray Butler: “…la vitalidad e integridad políticas del Estado moderno, deben fundarse, en último análisis, en el carácter y claridad de las opiniones políticas de ciudadanos que no ocupen puestos públicos. No hay vigor administrativo ni habilidad legislativa que sobreviva largo tiempo en un vacío de ignorancia e indiferencia públicas. Toda política administrativa o legislativa necesita opinión que la apoye, al mismo tiempo que una oposición seria, sincera y bien intencionada que impida la exageración y el abuso. Esta aseveración se funda en la constitución misma de la naturaleza humana y está abundantemente confirmada por la historia…”.

La transición –cuando acontezca– nos colocará una vez más a las puertas de la soberanía nacional. Los partidos políticos y la opinión pública –ésta, aunque sea esencialmente un sentimiento generalizado entre quienes conforman la sociedad nacional– están llamados a encauzar su propia transformación, esta vez tocante al fondo, para que de tal manera trasciendan.

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