Los océanos son detonantes de la riqueza costarricense


La tierra celebra cada 8 de junio el Día Mundial de los Océanos. Costa Rica, por la vastedad de su zona económica exclusiva (ZEE) es uno de los países que más se alegran.

El océano Pacífico y el mar Caribe (el Atlántico está más allá de las islas antillanas) nos permiten por mucho estar en una situación privilegiada, con acceso marítimo al Viejo Continente y las costas este y oeste de Estados Unidos, así como a Asia, propiciando la riqueza económica mediante la exportación desde café hasta dispositivos médicos.

A esta riqueza económica, que en términos modernos se le llama aporte económico azul al PIB nacional, se suma el atractivo de nuestras costas y montañas.

Nuestra costa Caribe es exuberante en tonalidades de verdes, de rica cultura indígena y afrodescendiente, y la Pacífica, que va de un trópico seco a un trópico húmedo, está llena de golfos, bahías y ensenadas, irrigados por infinidad de ríos, propicios para la existencia de manglares y bosques, y con ellos, toda clase de vida.

Ejemplar de tal biodiversidad es Corcovado, uno de los sitios más biodiversos del mundo. Todos estos ambientes tienen al mar como su límite y existen gracias a él y a la temperatura que emite. La riqueza se puede medir como parte de la bioeconomía azul nacional.

Al introducirnos en nuestros vastos mares, el patrón de riqueza biológica se repite. Uno de ellos son los mamíferos marinos, como se puede ver en el siguiente relato:

En agosto de 1990, el buque de investigaciones R/V McArthur, de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) de los Estados Unidos, con personal científico del Servicio de Pesca, 23 tripulantes y un biólogo marino de la Universidad Nacional, zarpaba de Puerto Caldera en su segundo de tres segmentos (Hawái a Caldera, Caldera a El Callao, Perú, y de El Callao a Hawái). Era su tercer periplo anual de seis meses en el Pacífico Tropical Oriental.

Diariamente se realizaba una gran variedad de análisis oceanográficos biológicos y químicos, en los cuales destacaba la observación y conteo de mamíferos marinos.

El navío salió rumbo a la isla del Coco e hizo constantes cambios de rumbo dependiendo de la indicación de los observadores a bordo, atentos a la presencia de algún mamífero marino.

Cuando se trataba de delfines, se contaba la cantidad y las especies, pero a veces no era posible cuantificarlo por el tamaño de las manadas.

En un día soleado, de pronto se escuchaba una especie de fuerte aguacero, y se veían largas líneas de espuma. Eran miles de delfines que se movían, el navío detenía su curso, solo para contemplar la hermosa escena; delfines manchados, delfines comunes, de pronto se observaban los hermosos saltos de los delfines tornillo dando círculos sobre su propio cuerpo en el aire, imposible contar, imposible estimar, solo anotar las especies y contemplar, al acercarse a la isla del Coco, se procedió a dar un gran rodeo, siempre con los zigzags, medio día después rumbo al norte hacia el domo térmico de Costa Rica.

El domo térmico es un fenómeno único en todo el Pacífico, y solo hay tres más en el mundo (Guinea, mar de Arabia y Seychelles). Descrito por pescadores a principios del siglo XX, es una zona de aguas superficiales más frías en comparación a las aguas tropicales al sur de Costa Rica.

Incluso estas aguas frías pueden ser sentidas por los bañistas en las costas guanacastecas, especialmente de diciembre a marzo. Fue a finales de los años 40 cuando cruceros científicos estadounidenses lo caracterizaron, dando razón a las leyendas de los marinos.

El centro de este domo está a unas 180 millas al oeste de Playas del Coco, con una extensión variable que a veces llega incluso hasta aguas de El Salvador. Al acercarse el McArthur, se tienen constantes y repentinas lluvias, mar azul, miles de delfines, y de vez en cuando ballenas jorobadas, ballenas piloto, orcas y falsas orcas.

Al llegar al domo, las aguas se tornan de color verde, provocado por la riqueza en algas alimentadas por las corrientes que suben de la profundidad, llenas de nutrientes. Estas corrientes dan forma al abstracto domo, sentido incluso en tierra y razón del clima tropical seco en Guanacaste.

Las temperaturas de estas aguas encantan a las ballenas azules que llegan desde el mar de Bering (frente a Alaska). Los observadores a bordo, siempre atentos, esperan la presencia de ballenas.

De pronto, un grito de alerta del observador en la cofa del barco: “Aves a estribor, a 5 o 6 millas”. El timonel toma curso hacia las aves y se aprecia una manada de 25 o 30 cachalotes, como si fuera un enorme grupo de elefantes, pegaditos, imponentes machos, hembras y sus crías en el centro, nadando lentamente, recuperándose seguramente de una fructífera caza de calamar realizada en las oscuras profundidades.

Siguiendo el cambiante rumbo, se observan cantidades de ballenas azules, muchas con crías. Se trata de llegar lo más cerca posible para fotografiar sus magníficas colas, huella digital característica de cada individuo.

Antes de que se sumerjan a más de 500 metros, de nuevo un grito alerta: “Ballena azul a babor en rumbo de colisión”. La ballena se va acercando, no da tiempo a que el timonel cambie de rumbo y, de milagro, unos 50 metros antes de la colisión, la ballena presta atención al barco y cambia de rumbo.

Es difícil entender cómo el animal más grande en la historia de la tierra no puede alertarse de una posible colisión con un objeto más grande que ella, pero es una realidad: se estima que casi 20.000 ballenas mueren al año en el mundo en colisiones con embarcaciones.

El quinto día, se cambia de rumbo hacia el extenso Pacífico central, pero antes de salir de aguas ticas, dos grandes estelas de humo al fondo a estribor llaman la atención. Cambio de rumbo para investigar. Con los binoculares para aves, se aprecian a unas 10 millas dos gigantescas embarcaciones con redes de arrastre de profundidad.

Son embarcaciones tipo factoría, con su propia procesadora e incluso enlatadora a bordo, llevan más de 200 personas en cada una, muchas de ellas seguramente con pago de esclavo.

El capitán le pregunta al biólogo marino costarricense sobre la legislación costarricense respecto a aspectos de lo que hoy se conoce como “pesca ilegal, no declarada y no reglamentada”, inexistente en esos tiempos y menos aplicable a barcos piratas provenientes de algún lugar de Asia-Pacífico.

El capitán repetidamente trata de que los piratas salgan del santuario y de la ZEE tica, se emiten advertencias por radio en inglés y en español lanzando bengalas de advertencia sin respuesta.

La adrenalina empieza a fluir. Las embarcaciones piratas, ya a menos de una milla del McArthur, ven los uniformes de los oficiales, el nombre del barco en el casco, su bandera, su color militar, y en su confusión no distinguen si es un barco militar.

Prefieren retirarse a todo vapor, una breve victoria, pero es como alejar moscas de la miel. Seguros de que los barcos están en franca retirada, se continúa el periplo hacia el oeste, hacia el Pacífico central, lejos de Costa Rica.

Las costas, sus aguas costeras y todo lo que está en altamar de la ZEE costarricense es para celebrar, para respetar, para dejar de arrojar basura a los ríos que envenenan el mar y sus especies, para usarlo con respeto y protegerlo.

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El autor es director de la Escuela de Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional.

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