La lectura y el futuro de la democracia


A menudo he temido que estemos ante la última generación de demócratas en Costa Rica. ¿Esta afirmación es exagerada? No lo es si nos remitimos a las estadísticas.

Y no voy a mencionar la creciente predilección por el populismo y el autoritarismo, de la que se hacen eco estudios como el Latinobarómetro, los brutales ataques a la división de poderes y a instituciones como la prensa, el deterioro de la seguridad y la violencia, la vulnerabilidad social, la corrupción y el descrédito de los partidos políticos.

Voy a hablar de la lectura. Y no se trata, como a veces quiere descalificarse cualquier defensa de las competencias lectoras complejas, de nostalgia por la cultura clásica. La lectura, con independencia de cualquier soporte, dispositivo, aplicación, plataforma, red o modo de mediación social o tecnológica, es central en el desarrollo cognitivo individual y en la supervivencia de la democracia como sistema.

Aun cuando sabemos que el país vive la peor crisis educativa de su historia, dudo que haya una tarea más urgente que ocuparse de la lecturabilidad. Y a pesar de las llamadas de atención del Programa Estado de la Nación (PEN), de entidades especializadas como la Universidad de Costa Rica y de medios de comunicación como La Nación, es asombroso y catastrófico el desdén con el que se recibe la notificación de que los estudiantes costarricenses son “lectores principiantes”, como los llama el PEN, incapaces de comprender lo que leen.

Mi impresión es que el país le da la espalda o ignora la relevancia de un tema trascendental para su sostenibilidad mientras se va acercando poco a poco al abismo de la ignorancia y, a la vez, se despeña por la pendiente de la intolerancia y la polarización.

La falta de pensamiento crítico sobre la realidad nacional, entre los grupos medianamente informados, o desinformados, en una peligrosa decadencia de la esfera pública, está sin duda relacionada con estos fenómenos colaterales.

Desde el Octavo Informe Estado de la Educación (2021), sabemos que solo una cuarta parte de la población estudiantil domina las competencias lectoras y que un 45 % “muy rara vez o nunca lee libros”. No es una sorpresa, por lo tanto, constatar que Costa Rica se desplomó 11 puntos en las pruebas PISA del 2022, en relación con las del 2018, y que “cerca del 77 % del estudiantado solo fue capaz de realizar las tareas más básicas en lectura” (PEN).

Es decir, carece de capacidades interpretativas, sin las cuales no podrá incorporarse a una sociedad digital potenciada por habilidades blandas como la comunicación asertiva, la reflexión analítica y la resolución de problemas. Y este resultado es más grave si pensamos, como insisten los expertos en lectoescritura, que la adquisición de hábitos de lectura se da en la adolescencia y es casi irrecuperable en la edad adulta.

Si fuéramos consecuentes, estos posibles efectos, por sí solos, bastarían para alarmarnos como nación, concluir que estamos ante una degradación de vastas y graves implicaciones para la democracia social y exigir una respuesta responsable al Estado.

Nadie da lo que no tiene, y la mejor demostración es el sistema educativo en sí. Un 74 % de los profesores de primaria admite que no le gusta leer, lo que viene a ser corroborado tanto por las encuestas de lectura como por la práctica que muchos docentes experimentamos cotidianamente en la universidad.

En mi caso, cuando encuentro lectores avanzados en mi clase, son el resultado de maestras o profesoras —por lo general, son mujeres— líderes, apasionadas por enseñar y transmitir una tradición de interpretar textos, a pesar de la indiferencia institucional y la de sus colegas.

Pero estas situaciones son cada vez más excepcionales. Según una investigación hecha en Latinoamérica y España (Munita y Margallo, 2019), tampoco los futuros docentes de carreras como Filología y Enseñanza del Español son “lectores expertos” y muy pocos podrían “transmitir a sus alumnos una relación personal y pasional con la literatura”.

Como resultado de este bajo nivel, con frecuencia hallo estudiantes que no pueden entender instrucciones elementales o que carecen de herramientas básicas de vocabulario o de contexto, que les permita discernir lo que quiere decir una frase.

Heidegger decía que “lo no pensado es el más alto regalo que nos puede entregar un pensar”; empero, en ocasiones, la ausencia de un marco de referencia cultural o incluso lingüístico es tan abismal que conduce a un cuestionamiento de la posibilidad misma del acto de enseñar.

En 40 años, la industria editorial nacional registró una caída sistemática en los tirajes, que han pasado de 5.000 ejemplares al año a un promedio de 200 o menos en la actualidad, para las primeras ediciones. Un 51 % de la población, de acuerdo con la Cámara Costarricense del Libro, dice no leer ni un título al año, aunque mi opinión es que muchos prefieren ocultar la realidad y que las cifras son más graves, ya que la cultura letrada aún otorga una cierta distinción social. El vacío de indicadores sistemáticos sobre hábitos, promoción de lectura e industria editorial es un síntoma más de la indiferencia que suscita el tema en Costa Rica.

En este punto hay que aquilatar lo que está en juego. Las competencias de comprensión de lectura no son accesorias o secundarias, sino vitales, indispensables para adquirir habilidades matemáticas, lógicas, científicas y digitales, sin las cuales no es posible desempeñarse social y laboralmente.

También son necesarias para lo que yo llamaría competencias democráticas o ciudadanas. Si se quiere, esta última característica es la base de mi argumentación. No es posible intervenir en la vida social en tanto ciudadano, lo que implica una participación activa, deliberativa y crítica en la esfera pública, sin saber leer y comprender lo que se lee —lo que Paolo Freire llamaba la “lectura del mundo”, la comprensión crítica del acto de leer—.

La neurociencia ha demostrado lo que la teoría literaria sabe desde los griegos antiguos. Hay una unidad indisoluble entre lectura —lecturabilidad o capacidades lectoras interpretativas—, desarrollo del pensamiento complejo y habilidades político-sociales, que ahora no son suplidas por la educación formal ni mucho menos por las redes sociales.

Durante siglos, la lectura literaria dotó de una dimensión ética a los actos humanos, una distinción entre lo que era considerado bueno o malo, importante o irrelevante. Una educación emocional de lo que era deseable para convivir en comunidad.

Las investigaciones de María Nikolajeva, profesora emérita de la Universidad de Cambridge, y de otros especialistas en teoría cognitiva, demuestran que leer historias “resulta especialmente beneficioso para que los jóvenes lectores comprendan el mundo material y social, a sí mismos y a otras personas”.

La lectura está asociada a la comprensión del tiempo y del espacio, la percepción, la imaginación, la memoria y la empatía, que, de nuevo, son fundamentales para la vida en sociedad y para cualquier forma de convivencia que entendamos como democracia.

Esta crisis de la lectura se condice con una profunda degradación de la esfera pública en Costa Rica e incluso me atrevo a pensar que la primera es parte de la segunda, en cuanto a la relación entre sociedad y Estado, el cual ha abandonado algunas de sus obligaciones básicas —como enseñar a leer y escribir, pensar analíticamente e interpretar el mundo social—.

Es particularmente grave para la democracia, como se observa en el deterioro del debate público y de la comunicación política, que se abandone la lectura y el pensamiento crítico en un momento en que la libertad de expresión es perseguida de forma sistemática desde el gobierno y las redes sociales se encuentran maliciosamente atravesadas por la desinformación, la violencia, los troles y las cuentas falsas (bots).

El frágil ecosistema mediático nacional está amenazado por el acoso institucional y debilitado por la decadencia de lo político y la relevancia de lo privado, la polarización de los públicos, la competencia con medios no tradicionales y la economía digital.

A este panorama hay que añadirle, como hemos venido diciendo, la ausencia de lectores críticos que crean en el sistema democrático, cuyo aire vital es la información y la posibilidad de discutir los asuntos públicos a partir del conocimiento y no de las noticias falsas, la manipulación o la posverdad.

Numerosas investigaciones demuestran que los llamados nativos digitales no dominan, como podría pensarse, destrezas complejas en la búsqueda de información. Pensar que el usuario de las redes sociales es un utilizador calificado es como confundir la pornografía con la educación sexual.

Cada día, por ejemplo, constato la resistencia de mis estudiantes a la utilización de bases de datos especializadas, a la aplicación de criterios rigurosos en el uso de las fuentes de información o a herramientas de contextualización, que les permitan realizar una comprensión coherente de lo leído a partir de la lectura fragmentaria, discontinua y segmentada a la que nos tiene acostumbrada la navegación digital.

Y es normal, ya que son estudiantes de primer ingreso en las universidades públicas. Sin embargo, me pregunto, ¿qué pasa con el resto de la sociedad o con quienes desertan del sistema educativo y se convierten en consumidores y repetidores de la polarización casi siempre desinformada que predomina en las redes sociales?

Por supuesto, no son responsables de que se les negara un capital cultural al que tenían derecho. Sin embargo, quieran o no, se suman a una ciudadanía inactiva —no deliberativa o acrítica— que silenciosa y a veces ruidosamente conspira contra la democracia.

Este es el verdadero riesgo de un sistema educativo que produce no lectores, no demócratas, no ciudadanos. Esto es lo que está en juego. Nuestro futuro como sociedad democrática.

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El autor es escritor y catedrático de la Universidad de Costa Rica.

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