La inversión social protege el ‘bien estar’ y la democracia


Todas las personas estamos expuestas a diversos riesgos a lo largo de nuestras vidas: a las enfermedades, la ignorancia, el desempleo, a no tener vivienda ni trabajo ni un ingreso digno, a envejecer en pobreza, a la inseguridad frente a las distintas formas de violencia o a vivir en un ambiente insostenible que, mal gestionado, nos deja vulnerables ante los desastres, entre otros.

Si no se tienen condiciones básicas y oportunidades con las cuales atender y reducir estos riesgos, tampoco es posible desarrollar lo que Amartya Sen, nobel de economía y precursor del enfoque de desarrollo humano, llamó “funcionamientos o capacidades” que permitan elegir libremente la vida que se desea y se considera valiosa vivir.

Esos “funcionamientos” son elementos constitutivos del llamado “bien estar” de las personas, tales como tener una vida larga y saludable, tener acceso al conocimiento y aprender durante toda la vida, gozar de una buena alimentación y saneamiento (agua potable, electricidad), generar ingreso apropiado, tener una vejez digna, vivir sin estar expuestos a las violencias, habitar en un ambiente sano y llegar a ser parte de la comunidad en la que viven.

Todo, sin que para ello sean obstáculos factores como lugar de nacimiento, origen étnico, sexo, clase social, discapacidades u otros ajenos a su voluntad.

La persona con grandes privaciones, dice Sen, no goza de la libertad para elegir la vida que considera valiosa vivir. Por ello, en el siglo XX, surgieron en el mundo los llamados “estados nacionales de bienestar” cuyo principio fundacional fue reconocer el derecho de la ciudadanía en su totalidad a reducir esos riesgos vitales y las incertidumbres que inciden en la imposibilidad de aprovechar las oportunidades y vivir la vida que desean y consideran que vale la pena vivir.

La base de los estados de bienestar fue la solidaridad social, codificada en los llamados derechos sociales y su respectivo financiamiento. Hoy los conocemos como los derechos a la salud y la seguridad social, a la educación, a una vivienda digna, al agua, a la electricidad, a la cultura, a empleos de calidad, a un ambiente sano y a la protección social en general. Estos derechos permiten a las personas ser miembros activos de la sociedad en que viven y no quedar excluidos.

En el caso costarricense, estos derechos se plasmaron, a su vez, en políticas sociales de alcance universal, financiadas por una combinación de recursos fiscales y aportes de los sectores en conjunto (empresarios, trabajadores y Estado). El financiamiento lo conocemos como inversión social, que no es otra cosa que el compromiso práctico de los Estados democráticos a la hora de garantizar que sus ciudadanos posean un piso mínimo de capacidades que les aseguren su “bien estar”.

Tan importante fue el reconocimiento de los derechos sociales y su financiamiento para los sistemas de gobierno que desde mediados del siglo pasado la teoría sobre la democracia planteó la existencia de una ciudadanía social como una dimensión habilitadora de sus derechos civiles y políticos.

De esta manera, los derechos sociales se sumaron a los civiles y políticos para conformar los tres pilares fundamentales de los sistemas democráticos, la premisa de una estrategia de desarrollo que promovía el crecimiento inclusivo con estabilidad social y política.

Los acuerdos o pactos entre el Estado, las empresas y los trabajadores para contribuir a la inversión pública con recursos fiscales fueron la base de los contratos sociales que, en los países desarrollados y en Costa Rica también, se establecieron a lo largo de la historia para hacer realidad esos derechos y garantizar a cada quien un piso básico de protección social, que incluyó el acceso universal a la salud, al agua potable, a la electricidad, a la educación, a la vivienda y a la protección en la niñez y en la vejez mediante las pensiones, el cuidado, la cultura, un salario mínimo, etc.

Desde el enfoque de la protección social, ya se habían introducido, en los años 20 del siglo pasado, programas de seguros de salud en más de 22 países europeos, que se extendieron luego a otros ámbitos.

En nuestro país, entre 1948 y 1974 se construyó una robusta legislación e institucionalidad de protección social, proveedoras de políticas sociales dirigidas a mejorar las condiciones de vida y promocionar la igualdad de oportunidades para la mayoría de los costarricenses.

Pero reconocer los derechos no basta, los enunciados generales de una promesa democrática contenida en la Constitución Política y las leyes deben acompañarse de recursos que la hagan realidad. Por eso cuando un país como el nuestro no brinda sostenibilidad a la inversión social, reduce la ciudadanía de sus habitantes (sus derechos) y la priva de las oportunidades de desarrollo humano presentes y futuras.

Costa Rica ha entrado en la tercera década del siglo XXI afectando las bases de su contrato social y, por tanto, de los cimientos de su democracia. Muestra clara son los graves problemas de sostenibilidad que han venido mostrando los recursos destinados a las políticas sociales universales.

A ello se le ha sumado la reducción de presupuesto del Fodesaf para las políticas selectivas orientadas a poblaciones específicas. Este fondo, creado en la década de los 70 del siglo pasado con gran visión estratégica, procura atender a aquellas personas que, aun contando con un piso básico de políticas universales, requieren más apoyo para tener una vida digna.

Hablamos aquí de los más pobres, los informales, los llamados ciudadanos en condiciones precarias y sujetos a mayor desigualdad. El Fodesaf se propuso apoyarlos con pensiones no contributivas, vivienda social, redes de cuidado, políticas de igualdad para las mujeres y mecanismos de atención y educación para la primera infancia mediante los CEN-Cinái.

En la actualidad estas robustas redes de seguridad y protección están en riesgo, pues se están debilitando a ojos vistas. En educación, por ejemplo, el presupuesto del MEP se redujo en el 2023 a un 5,2% del PIB; 2,2 puntos porcentuales menos que en el 2015 y similar a la cifra que Costa Rica tuvo a mediados de la primera década del siglo XXI.

Significa un retroceso de casi 20 años que restringe seriamente las posibilidades de avanzar en aspectos cruciales en la coyuntura del momento, tales como la expansión de los programas de equidad para apoyar a los estudiantes pobres, mejorar los ambientes de aprendizaje en los centros educativos (infraestructura, bibliotecas, una red educativa interconectada y otros recursos para el aprendizaje), mejorar los resultados educativos y brindar capacitación y mejores condiciones laborales a los docentes.

Sacrificar el binomio inversión social-bienestar en un país cuya principal riqueza es su gente implica devaluar el contrato social histórico. Por eso he señalado la necesidad de pasar cuanto antes de una discusión fiscalista a otra de desarrollo humano.

Al plantear el presupuesto del 2025, el gobierno de turno y el Poder Legislativo tienen la gran oportunidad de no sacrificar este importante binomio y honrar el contrato social costarricense, volviendo a colocar el “bien estar” de las personas en el centro de la discusión nacional.

Don Pepe Figueres, uno de los arquitectos del estado social costarricense, estadista estudioso y buen lector, solía decir que “cuando las cosas iban mal había que luchar y que cuando iban bien había que emprender nuevas luchas”.

Lo decía el gobernante que, tras ganar una guerra civil, decidió abolir el ejército y dar las llaves del cuartel al ministro de Educación de aquel entonces, para que alojara ahí el Museo Nacional, que antaño fue, a su vez, la casa de don Mauro Fernández, el gran reformador de la educación costarricense, con apoyo de otros jefes de Estado, grupos sociales y las comunidades.

Un acto muy significativo fue eliminar el ejército (instrumento de poder, falta de diálogo y potencial fuente de conflicto en cualquier sociedad) para que esos recursos, antes gastados en armas, se destinaran a fortalecer la educación, la inversión social y a que el país se enfocara en elevar sus índices de desarrollo humano.

Junto con don Pepe figuraron también mujeres y hombres de distintas corrientes de pensamiento que a lo largo de la historia lucharon y forjaron un país que apostó por una democracia que se guiara por la estrella del “bien estar” para el mayor número de ciudadanos.

Es cierto que ha habido desviaciones considerables en el camino y hay que rectificar, pero nada justifica tirar por la borda los avances y hacer en todo borrón y cuenta nueva.

Ni la historia nacional ni el trabajo fecundo de las generaciones que nos precedieron lo permiten, mucho menos el “bien estar” que merecen y les debemos a las actuales y futuras generaciones.

La autora es coordinadora de investigación del Informe del Estado de la Educación.

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