La insoportable levedad del antisionismo


Un chiste judío, que a menudo se atribuye al filósofo Isaiah Berlin, dice que un antisemita es alguien que odia a los judíos por encima de lo absolutamente necesario. Podríamos decir lo mismo de los antisionistas; después de todo, el sionismo es un concepto antiguo que ya formaba parte central de la liberación judía mucho antes de convertirse en sinónimo de la subyugación palestina.

Los ejemplos del odio a los sionistas más allá de lo necesario son abundantes: en 1975 —cuando casi no había asentamientos israelíes en tierras palestinas y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) todavía no había aceptado la solución de dos Estados— la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución, hoy infausta, en la que declaraba que el sionismo era “una forma de racismo”.

El historiador británico Arnold Toynbee, ya fallecido, condenó el sionismo de manera tan vehemente que hasta él reconoció finalmente que su animadversión era “desproporcionada” y había aplicado excesivamente al sionismo su desprecio por el colonialismo occidental.

Ese sentimiento persistió y hasta se intensificó, especialmente desde que Israel lanzó la guerra de Gaza el año pasado en respuesta a los ataques terroristas de Hamás del 7 de octubre. Por ejemplo, en marzo, los editores de la revista progresista Guernica retiraron un ensayo en el que la escritora israelí Joanna Chen describía las emociones conflictivas que experimentó tras el ataque del 7 de octubre.

Chen es una apasionada activista por la paz, opositora concienzuda que nunca formó parte de las Fuerzas de Defensa de Israel y voluntaria de Road to Recovery (Por el Camino de la Recuperación), organización sin fines de lucro que traslada a los palestinos desde Gaza y Cisjordania ocupadas a hospitales en Israel.

Su artículo en Guernica examinaba el conflicto profundamente humano de “ir por la senda de la empatía” y “sentir pasión por ambas partes” frente al horror, e incluía expresiones de simpatía y preocupación por los gazatíes, principalmente por los poetas cuyas obras había traducido. El resultado fue un angustioso lamento por todas las víctimas del conflicto.

No es eso lo que entendió el personal de Guernica, y muchos renunciaron en señal de protesta contra la decisión de publicar el artículo de Chen (uno de los editores que renunciaron describió al artículo como “un horrible ensayo de normalización de los asentamientos” y otro lo tildó de “pilar del colonialismo blanco eugenista disfrazado de bondad”).

Una de los editoras de la revista, Madhuri Sastry, lo describió como “una ansiosa apología del sionismo y del genocidio en curso en Palestina” cuando presentó su renuncia y solicitó que la editora en jefe Jina Moore siguiera su ejemplo (Moore finalmente renunció, aunque manifestó su desacuerdo con el retiro del artículo).

En su carta de renuncia señaló que sus colegas de Guernica le habían asegurado que estaban comprometidos “con la lucha contra el imperialismo” y que “nunca serían portavoces del poder”, pero cuesta percibir al ensayo de Chen —sin rastros de fervor nacionalista israelí— como un “ejercicio del poder colonial”.

Si se demoniza a figuras como Chen, no podemos más que preguntarnos cómo puede esa gente supuestamente pacífica esperar que los palestinos hagan las paces.

Algo parecido puede decirse de Standing Together, movimiento social de base cuyo objetivo es movilizar a los israelíes y palestinos en nombre de la paz y la independencia de ambos grupos.

Aunque Standing Together se opone a la guerra de Gaza, la Campaña Palestina para el Boicot Académico y Cultural a Israel hizo un llamado a que “las personas, organizaciones y asociaciones conscientes del mundo” no se involucren con ella, y describió al grupo como “un equipo israelí de normalización cuyo propósito es distraer a la gente del genocidio que Israel está cometiendo en Gaza y encubrirlo”.

Tal vez los sionistas progresistas y activistas por la paz israelíes sean blanco de boicots y retractaciones precisamente porque desafían la narrativa antisionista simplista, que posiciona al sionismo como necesariamente racista y pura maldad.

Esa narrativas a menudo se sostienen sobre un discurso de corrección política totalitaria en círculos propalestinos, de inescrupulosa indiferencia frente a los matices históricos.

Por ejemplo, la autora judía canadiense Naomi Klein analiza el desplazamiento masivo y desposeimiento de los palestinos de 1948 —conocido como la Nakba o catástrofe—, pero no se refiere a la guerra declarada entre los palestinos y los países árabes vecinos en respuesta a la resolución de la ONU de 1947 que dividió a Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío.

También acusa a Israel de considerar a los niños palestinos como una amenaza demográfica, sin reconocer que fue el líder de la OLP, Yasir Arafat, quien primero se refirió al vientre de las madres palestinas como “la mejor arma del pueblo palestino”.

El antisionismo judío es tan antiguo como el sionismo. Rosa Luxemburgo, León Trotski, Karl Kautsky, los miembros de la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia y muchos otros lo expresaron antes que Klein.

Académicos fundadores de la Universidad Hebrea de Jerusalén —como Gershom Scholem y Judah Magnes— y luminarias como Hannah Arendt estaban a favor de un Estado árabe-judío binacional (al que se opusieron los palestinos).

Luego tenemos a los millones de israelíes que se manifiestan desde hace ya siete meses contra la perversa variante de sionismo mesiánico encarnada en el gobierno del primer ministro Benjamin Netanyahu, pero incluso esa gente también es sionista… y es la única esperanza para la paz.

El internacionalismo judío murió en el crematorio de Auschwitz y los gulags de Stalin. De las cenizas de esas tragedias, emergió un Estado judío que emancipó a millones de judíos menesterosos, y el país creado por el sionismo ha hecho las paces con Estados árabes clave (no logró hacer las paces con los palestinos, pero no por no haberlo intentado).

En todo caso, la proporción de la población árabe en Israel aumentó del 11% en 1948 al 21% en la actualidad, y se ven tendencias demográficas similares en Gaza y Cisjordania. La población palestina se multiplicó por nueve desde 1948; ahí quedó el genocidio.

Nada de esto es excusa para los pecados israelíes en los territorios ocupados ni reduce la urgencia de la emancipación palestina. Ciertamente, no pretende justificar la atroz destrucción púnica de Gaza en una campaña militar que vergonzosamente carece de objetivos políticos sólidos; por el contrario, la idea es poner de relieve la manera en que la gran visión de paz se distorsiona cuando se reduce un conflicto tenazmente complejo a la lucha binaria entre el bien y el mal.

A lo mejor no es paz lo que buscan, la tendencia a declarar que todos los israelíes no son más que “portavoces del poder” parece traicionar la meta final de los antisionistas más fervientes: la cancelación de Israel. Tal vez el antisionismo no sea sinónimo de antisemitismo, pero ambas parecen ser patologías incurables.

Shlomo Ben Ami, exministro de Asuntos Exteriores israelí, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Escribió Prophets Without Honor: The 2000 Camp David Summit and the End of the Two-State Solution (Profetas sin honor: la Cumbre de Camp David y el fin de la solución de dos Estados)(Oxford University Press, 2022).

© Project Syndicate 1995–2024

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