Justicia impotente | La Nación


Cuenta la prensa que el juez del proceso penal contra el expresidente estadounidense de cuyo nombre no quiero acordarme lo ha multado repetidamente por sus desmanes en el juicio. Al expresidente no le importa: es multimillonario, las multas no hacen mella en su bolsillo y a la postre le conviene más pagar que callar.

Para un sujeto acostumbrado a mancillar todo lo que toca es intrascendente que se le endilgue que su conducta amenaza con interferir en la recta administración de justicia y constituye un ataque directo al Estado de derecho. Después de todo, su palmarés es un dechado de actos de esa clase y gracias a ellos su vigencia política es la que es. El juez se ha permitido un vaticinio: posiblemente, ha dicho, el expresidente será también el próximo presidente.

Lo que se le reprocha es procesalmente tan grave que el juez, dado el comportamiento irredento del expresidente, se pregunta si sería necesaria y apropiada una sanción de cárcel en protección de la dignidad del sistema judicial, y se manifiesta decidido a aplicarla.

El anuncio marca lo que puede ser el comienzo de un punto de no retorno en el uso de las facultades disciplinarias legítimas del juez. Obedece a la racionalidad del proceso judicial. La cuestión estriba en saber si este rasgo distintivo es capaz de poner freno a otra racionalidad, la de la arbitrariedad política del acusado que no solo abjura de las reglas del proceso, sino que necesita que colapsen con tal de encumbrar sus propósitos.

Paradójicamente, ya no está en las manos del juez la privación de la libertad del expresidente, sino en la irrefrenable voluntad de este. Sabemos a ciencia cierta lo que conviene a los fines del proceso penal, pero ¿qué es lo que conviene al candidato? ¿Convertir la cárcel en el fértil epicentro de su enconada campaña electoral?

En los orígenes del constitucionalismo estadounidense, alguna vez se apuntó que la rama judicial es la más débil del gobierno: si sus decisiones no se acatan pacíficamente, solo pueden imponerse con ayuda de las otras dos. Para un órgano desarmado, su fuerza está en la convicción y la cooperación.

Llegados a este punto, parece que el expresidente tiene cogidos por el cuello al juez, al sistema de administración de justicia y al Estado de derecho. Conviene que salgan bien librados.

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Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.

Un mazo de justicia y una balanza

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