La nueva epidemia parece ser la frustración. Sobre todo en los más jóvenes, los que transitan de la niñez a la adolescencia y, en buena medida, también los que van de la adolescencia a la adultez.
Y cómo no, si el manual de cada una de esas etapas de la vida está más difícil de cumplir y la avalancha de información a la que la tecnología nos somete, más que satisfacciones, podría estar generando ansiedades que luego se convierten en una vía expedita hacia las depresiones que suelen ser mal combatidas, con adicciones y comportamientos erráticos.
Reforma de las costumbres
No lo digo de memoria ni para llamar la atención. Lo que escribo surge de una serie de conversaciones que he mantenido con sicólogos clínicos, educadores y comunicadores que miran con preocupación este escenario que está sembrando violencia entre los centennials, que hace rato se ganaron el título de “generación de cristal” por lo frágil de sus actitudes frente a la cotidianidad.
Y, nuevamente, cómo no, si muchos de ellos, a consecuencia del COVID-19, vivieron cerca de dos valiosísimos años de su adolescencia encerrados en casa para evitar contagiarse, pero, sobre todo, no contagiar luego a los más viejos que eran entonces el grupo de mayor riesgo. Son la generación del Zoom en pijama y el boom de sus horas frente a una consola de juegos. Entran en shock si no hay internet.
¿Qué hacemos?
Ahora que el encierro ha vuelto a países como el Ecuador, y no por un virus sino por la lacra delictiva, esas frustraciones no terminan de irse. Un partido de fútbol en el lugar inadecuado puede constituir un riesgo de muerte al no saber si entre los cracks está alguien endeudado con las mafias. Una salida al cine o a una fiesta puede llegar a similares niveles de estrés porque de la nada o en cualquier momento pueden aparecer sicarios con tarea asignada. Un paseo por carretera puede convertirse en un secuestro con sus lacerantes consecuencias en lo físico y lo sicológico. Y, así, la lista es larga.
El contexto político-social no logra desapegarse de la eterna crisis económica o de corrupción indolente; y el espacio laboral vuelve a precarizarse con los populares “pagos en negro” que evaden cargas tributarias y anulan cualquier dependencia. Así, el ambiente frustrante va en franco aumento ante nuestras narices, y crece esa sensación de ir hacia ningún lado que las malas decisiones de los dirigentes han dejado.
No queda, sin embargo, otra opción que no sea el optimismo. El antídoto para la frustración, al que pocos se aproximan, podría estar en los mismos genes de quienes la generan. Devolverle a la sociedad una seguridad básica, que ahora no tiene, para transitar en libertad, en vehículo o a pie, de día o de noche, cumpliendo así con el derecho universal de movilizarse; encauzar la economía para que genere la tan mencionada riqueza, presente solo en los bolsillos de algunos insanos; sembrar en el horizonte la esperanza que tanto anhela la generación de relevo, para que deje de mirar hacia afuera. Enseñarles a asimilar los fracasos y aprender de ellos con sabiduría.
Frustración, sin vacuna aún detectada, pero con altas probabilidades de mejora si se hacen las cosas bien. ¡Empecemos! (O)