Dejar el fútbol siendo niño | Fútbol | Deportes



Llega el séptimo mes del calendario romano y, como cada año, lo hace con un sopapo de realidad. Después de días de asueto y mar y montaña y juegos, de felicidad, al fin y al cabo, vuelve la rutina y los hombres y las mujeres regresan a la oficina, a la fábrica, a la cocina. Lo hacen en bandadas, como aves migrantes incapaces de elegir, pájaros grises que vuelan en formación hacia un mismo destino. A estos hombres y estas mujeres les siguen también sus niños, para quienes el verano ha sido apenas un suspiro y comienzan a comprender la fugacidad del tiempo. Sentados ocho horas cada día en su pupitre, miran por la ventana del colegio comenzando a preguntarse, tímidamente, por el sentido de todo esto, mientras sus profesores les regañan por no prestar atención a lo importante, la pizarra, ese rectángulo que se supone que les explica el mundo que queda ahí fuera.

Por las tardes, en las que el sol se retira cada jornada un poquito antes, tocan extraescolares, actividades que en teoría se inventaron para complementar las enseñanzas regladas, pero que, en la práctica de esta carrera neocapitalista en la que vivimos, son la encarnación del ansia de los progenitores por crear el trabajador ideal, una especie de Terminator para el mercado laboral. Idiomas, artes, robótica, ajedrez, cada padre y madre pone los ingredientes de la receta que cree que formará al ser perfecto que en el futuro será su hijo. Y, en medio de esta pesadilla agotadora de rutina, está el deporte: el campo de fútbol, la cancha de baloncesto, la piscina, el polideportivo.

Cabe preguntarse si es realmente positivo para un niño, en este contexto de exigencia del día a día, jugar un deporte grupal como el fútbol. ¿Es bueno desde el punto de vista educativo entrenar dos o tres veces por semana, muchas veces de noche y bajo la lluvia y el frío, después de inglés y antes de los deberes de matemáticas y lengua? Yo creo que sí, que por supuesto, pero que depende de en qué manos esté ese niño cuando entra en el campo de juego. Parece una obviedad, sin embargo, mientras que seleccionamos el colegio y la academia de idiomas con dedicación y preocupación, en el equipo lo damos todo por hecho. En la escuela nos interesamos por el currículum educativo que tendrá nuestro hijo, quién será el profesor, cuál el método de trabajo, pero en el club de fútbol damos total libertad para que el entrenador o director deportivo de turno use a nuestros pequeños como fichas de un tablero, decida qué hacer con él y, sin más explicaciones, lo mueva de un equipo a otro, del de los buenos al de los malos o viceversa.

Llámenme idealista, pero yo soy de los que creen que el campo de entrenamiento ha de ser para los niños un refugio, un paréntesis de la realidad que queda fuera, un lugar del que salir reforzados para el día a día y no al contrario, nunca un espacio que les dañe. Dicho de otro modo: ha de ser un juego, algo que les divierta y les permita pensar en otra cosa que no sean las obligaciones, sus padres y los profesores. Nunca, bajo ningún concepto, un lugar en el que recibir más presión de la que ya acarrean en su vida, en el que se les transmita que no dan la talla o, no sé qué es peor, se les exija como si fueran adultos.

Estas semanas he conocido varios casos de niños que han dejado de jugar porque se les ha hecho ver que son malos y otros tantos de pequeños que no quieren volver a vestirse de corto porque se les ha exigido demasiado en la cancha. Siendo el fútbol su pasión, lo que más les gusta, estos pequeños han terminado por echarse a un lado. Cada uno de esos niños encarna un fracaso: el de los clubes que no entienden que tratan con niños, el de los padres que han permitido que alguien rompa en pedazos el sueño de sus hijos, el de un fútbol que ha dejado a ojos de estos pequeños de ser un juego.

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