Cooperación ciudadana | La Nación



En días pasados, la comisión dictaminadora de la reforma del artículo 32 de la Constitución, que ha estado en boca de tanta gente, me convocó a una de sus sesiones. Acudí e hice lo que pude.

En buena hora una enmienda constitucional se comenta tanto, con tanta libertad y en tantos foros públicos. Esto muestra que el procedimiento de producción de la ley cumple no solo este cometido, que es para lo que está destinado, sino también otro añadido, en el que se repara menos: promover el interés y el diálogo ciudadanos, que es el fuego que alimenta la democracia.

En estos casos, la participación de personas que de momento no tienen oficio público, que lo tuvieron o no lo persiguen, es una forma de voluntariado cívico. De manera discreta y no generalizada, introduce en los canales del sistema representativo el aporte inmediato de quienes solo tienen el estatus de miembros de la comunidad. No consiste en un resquicio por el que se cuela la democracia participativa, porque a quienes acuden a auxiliar a aquellos órganos se les reconoce juicio pero no capacidad decisoria; cosa que no desvaloriza esta modalidad de colaboración ciudadana. En resumidas cuentas, es también una manifestación del derecho a participar en la dirección de los asuntos públicos.

Muy de vez en cuando, hay funcionarios que me llaman para conocer mi criterio sobre asuntos en los que me atribuyen algún grado de pericia. Atiendo siempre, cualquiera que sea el rango de quien me requiere, su filiación política o mi opinión sobre la propiedad o la calidad de su desempeño. Trato de encarar el asunto según mi leal saber y entender. El gobierno, no importa quién lo ejerza, y la gestión pública en general, sin duda me conciernen. Dejo al arbitrio de quien me consulta la confidencialidad que estime menester, porque solo él puede ponderar las circunstancias que demandan esta condición.

Esta modalidad cooperativa está en las antípodas de otros supuestos informales de acercamiento de dudosa reputación entre el ciudadano y los cargos del gobierno o la administración, como el cabildeo o el tráfico de influencias. Opera a veces de cara al público, como en las comisiones legislativas; otras veces, en privado. Lo peor que puede pasar es que se pervierta o se le satanice y nos abstengamos, atemorizados o cautos, de cumplir nuestras obligaciones ciudadanas.

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Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.

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