Andrés Iniesta, el niño abusón | Fútbol | Deportes



Hace mucho que no veo a un niño peinado como se peinaba el niño Andrés Iniesta. O quizá deberíamos decir como lo peinaba su madre, pues no está del todo claro a partir de qué edad comenzamos los hijos a sentirnos remotamente adultos y tomar decisiones de verdadero calado como el calzado a utilizar, el largo de los pantalones o el afeitado de ciertas sombras. Las modas juveniles parecen ir por otros derroteros en la actualidad. Y aunque siguen surgiendo talentos inmensos bajo las piedras, ya nada parece tan casual e inocente como cuando los niños que querían ser futbolistas se hacían la raya al medio —o se la dejaban hacer— y saltaban al campo temerosos del cielo, es decir: persignándose.

El adiós de Andrés Iniesta deja huérfana a toda una generación que entendíamos el fútbol como una competición sin porterías, la dictadura de la posesión, donde uno agarraba la bola y comenzaba a canear sin importar dónde o en qué terminaba todo aquello. A este fútbol fundado sobre el más absoluto barullo lo llamábamos el rebollizo y servía para motivar a los buenos y sacar del campo —o mejor dicho del camino, que los campos exigen un cierto presupuesto— a los que solo se apuntaban a correr tras la pelota porque no abundaban las alternativas. Nada cuesta imaginar al Iniesta de siete u ocho años acaparando la pelota al amparo de una sonrisa mientras sus compañeros trotan a su lado pensándose seriamente, siquiera, el intentarlo: así jugaba también cuando ya era una estrella mundial.

Curiosamente, el niño que parecía expresarse como si no existiesen las porterías se convirtió en goleador señalado por la historia. Primero en Stamford Bridge, poniendo algo de justicia a una eliminatoria en la que el Barça fue mejor que el Chelsea, soportó su cuota de injusticias arbitrales con menos propaganda y aspavientos que los ingleses —o los no tan ingleses— y terminó venciendo con aquel zapatazo de Iniesta que provocó escenas insólitas a lo largo y ancho del planeta. Luego llegaría la final de Sudáfrica, el desenlace de toda una Copa del Mundo con la incertidumbre que implican las prórrogas, el gol de goles, la camiseta pintada a mano para recordar al amigo ausente, la locura patriótica y el Waka Waka como nuevo himno nacional.

Un día descubrimos que también a Iniesta se le estaba cayendo el pelo. Nada repentino, pues ya era una evidencia desde hacía un tiempo. Pero ocurre con los aficionados devotos lo mismo que con las vacas cuando ven pasar el tren a lo lejos: que no siempre distinguen, o distinguimos, el progreso de la rutina. Se acababa el tiempo de los juguetes prohibidos para una generación que cada poco giraba la vista hacia oriente para asegurarnos de que Iniesta seguía jugando, poco importaba si en Japón o en Pakistán, casi como un seguro de continuidad frente a las catástrofes infranqueables de la edad.

“Tienen la ventaja de que, cuando se miran, se miran directamente a los ojos”, decía Cruyff en una charla con Valdano para referirse a la importancia que Iniesta y Xavi tenían en el juego de Leo Messi. Por tamaño, bromeaba el Flaco, pero aún más por estilo y concepción. Un buen amigo mío, también flaco, pero madridista, les puso en aquellos días el apodo perfecto de los messiniestas, justo el tipo de futbolista canijo que desterró de los campos la ley del más fuerte. Y también el que nos hizo empatizar con un nuevo tipo de abusón, con aquel niño peinado de Primera Comunión que entendía el fútbol profesional como si lo hubiese parido él mismo en Fuentealbilla, Albacete.

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