Geología de la legislación | La Nación



La mía últimamente es una actitud cívica injustificable; nada disculpa desentenderse del clima descompuesto en el que están sumergidas las controversias públicas. Los deberes de ciudadanía también exigen lidiar con esto.

Seré intemperante, pero estoy hasta la coronilla de cuidar mis palabras, leer sin entender, compadecerme por los excesos o disimular los sesgos. Lo peor es que la presente no pinta como una situación coyuntural; la evidencia anuncia la gestación de giros insospechados de nuestras rutinas y prácticas públicas. El pasado quedó atrás.

A cambio, sin venir a cuento, me he puesto a recordar que en los años setenta del siglo pasado participé en un proyecto cuyo objeto consistía en identificar y reunir la legislación general del país, a fin de consolidar nuestro cuerpo de leyes vigente, desechar las inútiles y darle al ordenamiento la dignidad de ese nombre. Me parece mentira, pero con ese motivo leí una a una las leyes dictadas por el antiguo Congreso Constitucional a partir de 1946, los decretos leyes de la Junta de Gobierno durante la interrupción del orden constitucional y las producidas por la Asamblea Legislativa hasta aquel momento.

Mi profesor de Historia del Derecho sostenía la hipótesis de que la formación del derecho legislado tiene carácter geológico; se forma por estratos, cada uno con rasgos propios y una duración de treinta años, al cabo de los cuales una nueva era comienza. Cada estrato refleja las circunstancias, aspiraciones y preocupaciones de su tiempo. Legislar es por lo general una labor reactiva, se legisla por impulso de los problemas inmediatos con peores o mejores resultados. Un aforismo dice que los casos difíciles dan lugar a malas leyes: desconfío de saber lo que esto significa, aunque lo sospecho.

El caso es que hay una disociación entre los diversos estratos normativos, y sin embargo muchas leyes sobreviven a su tiempo. Para remediar de manera previsible las consecuencias del desfase, sirven los métodos de interpretación, que ya no están más al arbitrio de los intérpretes porque han sido fijados por las leyes. Estas exigen entenderlas en la forma que mejor garanticen su finalidad social o la realización del fin público a que se dirigen.

El énfasis finalista en la interpretación contradice la rutina burocrática del derecho por el derecho, que confirma el refrán: a quien tiene un martillo todo le parecen clavos.

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Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.

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