Costa Rica es el país de América con más expresidentes vivos. Casi seguro también lo sea del mundo. En este hemisferio presidencialista, por ejemplo, quienes más se acercan a los ocho nuestros son los seis colombianos. El récord se debe a dos razones esenciales, estrechamente vinculadas: la solidez y estabilidad de nuestra democracia, y los dos períodos que deben pasar para optar por una posible reelección. Añadamos la relativa juventud con que casi todos asumieron sus mandatos y la buena salud de que han gozado, y podremos explicar que aún tengamos con nosotros todos los que han gobernado desde 1986.
A pesar de sus diferencias —en ideas, desempeño, visiones y tribulaciones— tienen en común el respeto al sistema que nos ha permitido a los ciudadanos elegirlos libremente, y a ellos llegar a un poder acotado: la democracia.
En varias ocasiones, algunos de ellos han salido a denunciar los agudos peligros autoritarios o dictaduras reales de países vecinos. El miércoles, por primera vez, se sintieron obligados a cerrar filas para defender la democracia nacional.
En un documento firmado por los ocho, lo hacen por partida doble: 1) fijar la verdad histórica y corregir la trivialidad retórica de un presidente que, con desdén hacia tantos esfuerzos pasados, habla de 75 años de “dictadura perfecta”; y 2) alertar sobre los riesgos que implican sus reiterados ataques a las instituciones, su afán de dividir y la incapacidad gubernamental para fijar rumbos, aprovechar oportunidades y atender los crecientes desafíos del país.
Su texto, sereno y a la vez firme, va más allá de frases con efecto y se concentra en una acertada visión de nuestro desempeño político desde mediados del pasado siglo. No idealizan su evolución de 75 años (la Constitución los cumplirá en noviembre). Reconocen sus múltiples imperfecciones, pero también que las transgresiones y errores “han sido debatidos públicamente, se han sometido al escrutinio ciudadano y de los órganos de control, y se han tomado medidas correctivas”. Ha incluido, añado, hasta acciones penales.
De eso se trata, entre otras cosas, el Estado de derecho. Sin él, los demás componentes del ejercicio democrático pierden validez. La campanada de los ocho es ejemplo de una democracia viva, pero no inmune ante los riesgos. Debemos protegerla.
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El autor es periodista y analista.