Leonardo Valencia: El asesino y el puritano | Columnistas | Opinión


Un amigo al que escucho con atención, y que a veces exagera para ilustrar mejor y alargar el buen café con una explicación necesaria, me comentó un día: “Prefiero sentarme con un asesino antes que con un puritano”. Tomó un sorbo de su café, sin prisa, y en el silencio previo a su reflexión pensé que jamás mi amigo se sentaría con un asesino. A lo mejor lo hizo en su tempestuosa juventud por Canadá o Estados Unidos, quizá sin saber que estuvo al lado de un asesino. Puede ocurrirnos a todos, la vida es a veces esa revelación de que no nos dimos cuenta de que quien pasó a nuestro lado fue o llegaría a ser un asesino, un matón o un pendenciero y no supimos verlo, aunque a lo mejor lo sospechamos y por eso tomamos distancia y le retiramos nuestra amistad. Y no lo vemos quizá porque en lo que afirmaba mi amigo la idea del asesino es la de alguien atravesado por una única misión perversa dirigida a un único punto, su asesinato, y nadie más. Esa sería su compleja transparencia. Es más bien el puritano, o el moralista exacerbado, el que no da confianza porque resulta turbio, inesperado en su puritanismo, ya que en su afectado profesar una supuesta virtud o dogma ambiciona tener todo el universo. Es aquí donde los términos se invierten en su alcance. La imprevisión del puritano puede ser mucho más perversa.

También hay similitudes entre el puritano y el corrupto, aunque parezcan antónimos. Las acepciones del diccionario, incluidas las caídas en desuso, son reveladoras. Una de ellas señala a la corrupción como diarrea, como descomposición. Quien tiene diarrea, y que puede derivar en graves hemorroides, es porque está corrupto. Nada más opuesto a la idea de lo puro en la palabra puritano. Sin embargo, los extremos se tocan. Lo puritano, por exacerbación, deriva en situaciones corruptas que tergiversan el sentido de una vida plena, capaz de asumir sus límites, su condición mortal. El puritano, afanado en defender un sistema de creencias o una doctrina, termina convirtiéndose en asesino. Zweig recuerda en su libro Castellio contra Calvino, el fanatismo del teólogo protestante Juan Calvino, que no toleró la crítica de Miguel Servet y apenas pudo, cuando Servet pasó por Ginebra, lo hizo encarcelar y en dos meses lo condenó a la muerte por la hoguera. Castellio reaccionó contra todo ese proceso escribiendo un libro que Calvino también llegó a censurar y que solo se conoció de manera póstuma. Zweig divulgó una de las frases famosas de Castellio contra el fanatismo puritano de Calvino y el asesinato de Servet: “Matar a un hombre no es salvar una doctrina, es matar a un hombre”.

Lo que me interesa en la comprensión del puritano como en la de los corruptos es el lenguaje. Ambos se preocupan por articular un lenguaje donde el mundo, su mundo de pureza o corrupción, se justifica y se blinda. Es el procedimiento verbal de las sectas: se deben encontrar términos, expresiones y frases, repetidas hasta el hartazgo, que blinden al creyente incorporado a esa creencia o esa corrupción. Ocurre con el nepotismo, por ejemplo, que no ve que el mundo es mucho más amplio y a veces con más mérito fuera de su familia o sus amigos. Para ellos no hay flanco posible que fisure su mundo, no es posible la menor crítica, porque están implicados, incluso proceden de manera más radical que sus propios inductores, que por lo general terminan por quedarse callados, complacidos de ver a sus peones entregándose a la creencia. Justificar su puritanismo o su corrupción con rodeos o palabras de bondad hacia su propio bando es lo que los convierte en imprevisibles y más peligrosos que un asesino, en la comparación que señalaba mi amigo.

Jean Grenier, el maestro discreto de Albert Camus, tiene un libro que siempre tengo a mano en este mundo de fanáticos, puritanos y corruptos: Sobre el espíritu de ortodoxia. Es un libro breve, de apenas ciento treinta páginas, publicado en 1938, pero que está más vivo que nunca. A Grenier le preocupaba el ascenso de ideologías totalitarias que derivarían, en el mismo año de publicación de su libro, en la Segunda Guerra Mundial. Y es que el puritano y el corrupto es un ortodoxo, es decir, un intransigente. Grenier señala: “Cristalización, endurecimiento son imprescindibles para la ortodoxia. Esta no puede mantenerse si no se queda inmóvil, pues la menor fisura podría provocar el desplome de todo el edificio: si uno deja que se critique un punto, ¿por qué no otro punto y así sucesivamente? Por eso, la ortodoxia es perfectamente intransigente. Y el creyente se siente tranquilizado: en un universo cambiante se liga a algo que no se mueve”. Al lado del puritano y el corrupto están los creyentes que a veces operan de manera más radical. Todos van de la mano.

El puritanismo de nuestro tiempo, desde los giros libertarios de la derecha a los movimientos woke de la izquierda, son corrupciones. ¿Qué es lo que se ha corrompido? Una creencia. “La ortodoxia viene después de la creencia –dice Grenier–. Un creyente acude a todos los hombres para que compartan su fe; un ortodoxo recusa a todos los hombres que no compartan su fe”.

A mi amigo le cuento que la tumba de Juan Calvino, aquel teólogo protestante fanático y asesino de Servet, está en el Cementerio de los Reyes, en Ginebra. La descubrí un día por casualidad. Fui a ese cementerio para visitar una vez más la tumba de Borges y la de su vecina, detrás, Grisélidis Real, que en su breve lápida dice: “Escritora, pintora, prostituta. 1929-2005″. Ambas tumbas siempre tienen visitas, dejan flores, mensajes. En esa visita vi, unos metros más allá, una tumba con una jardinera de rejas corta, más parecida a una cárcel, con plantas, sin flores ni mensajes ni nada. Al acercarme leí la placa. Era la tumba de Juan Calvino.

Siempre he creído en la justicia poética, le dije a mi amigo, al lado de la tumba del teólogo puritano y asesino están, para siempre, una prostituta y un agnóstico. (O)

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