El odio y sus consecuencias


La ley de la jungla nunca puede ser la solución. No olvidemos aquella fábula: “Una hormiga, por odio a la cucaracha, votó a favor del insecticida. Murieron todos, hasta el grillo que se abstuvo de votar”.

Aristóteles, en su Retórica, diferencia la enemistad del odio. Sobre la primera, dice que está relacionada con la ira y puede darse por una causa no personal, puesto que lo que se busca es que aquel contra quien se está enojado, pague. Pero el odio tiende a causar daño, porque al que odia nada le importa. El que odia no se compadecería ante ninguna cosa, no quiere que exista aquel a quien odia.

Los discursos extremistas llevan al despliegue de manifestaciones de odio, fenómenos que, en ocasiones, rasgan el tejido discursivo y se traducen en violencia extrema. Estas manifestaciones pueden ser interpretadas como locuras actuales, que se viven de manera cotidiana en las calles, entre las parejas, en los trabajos, en los vecindarios, y que están no solo aceptadas, sino creadas y sostenidas por el poder, que determina desde mecanismos de consenso hasta, por inducción subliminal, qué tipo de ciudadano se espera.

Sin embargo, bajo los harapos del odio encontramos a un sujeto desorientado, sin un lugar en el mundo, o por el contrario, con un lugar en un mundo que tiende al odio y la violencia, y que deja caer subjetivamente a sus habitantes en un mundo de sufrimiento. Para la psiquiatra argentina Janine Puget, el dolor social se expresa a través de formas de sufrimiento visibles, que podemos considerar como indicadores de un problema inconsciente.

En el planteamiento de Puget, el sufrimiento social corresponde mayormente a dos categorías de experiencias: de vacío y de exceso. La primera se refiere a aquellas en las que prevalece la carencia de recursos y representatividad mental y emocional, cuya expresión podría ser: “No lo puedo imaginar”, “no sé cómo pensarlo”, “no sabemos dónde estamos”, y hacer algo se ve imposibilitado o se extravía la pertenencia social.

La experiencia de vacío, de pérdida de bordes, abarca desde las necesidades más primarias hasta las que corresponden al pensar, al entender y a la instauración de conceptos en los cuales los sujetos van teniendo su lugar en el entramado social.

En cuanto al exceso, también vivido como descoloque, se refiere a los efectos de la presencia de un otro violento, sea un sujeto o un evento, lo que tiene como consecuencia la desestabilización. Se produce así la angustia ante la posible pérdida de límites, la desorganización mental y el bloqueo de la función social, que a su vez determina la dolorosa pérdida de un estado de equilibrio vivido tanto en el cuerpo como en la mente.

Asimismo, hay ocasiones en que solamente se experimenta una vivencia de saturación (otra modalidad de exceso), bajo la forma de una desmesura de noticias imposibles de ser pensadas y que notamos en la facilidad de ver videos o fotografías sobre este tipo de experiencias, donde la violencia se mira una y otra vez.

Los acontecimientos recientes que nos sitúan frente al sufrimiento social que germina del odio, y que han provocado desconcierto, vacilación, desorientación y angustia, nos recuerdan que cuando el contrato social se rompe, pierde sentido el Estado de derecho y se derrumban las reglas de convivencia.

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La autora es psicóloga y psicoanalista.

El que odia no se compadecería ante ninguna cosa, no quiere que exista aquel a quien odia.

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