La solidaridad necesaria de América Latina


Ilustración: Juan Diego Avendaño

Se acerca la hora definitiva de Venezuela. El 28 de julio (a escasas ocho semanas) la nación debe poner fin a la dictadura totalitaria que ha pretendido imponer el “socialismo real” y, así, comenzar la transición hacia un sistema auténticamente democrático. Las fuerzas del cambio, ampliamente mayoritarias (reúnen más del 80% del electorado), luchan con pocos medios ante un régimen, corrupto, implacable y armado, que utiliza todos los recursos para conservar el poder. Necesitan en este momento, cuando el mundo pone su atención en otros lugares abrazados por guerras terribles, la solidaridad activa de los demócratas del continente.

Venezuela fue durante décadas – junto a Costa Rica y Colombia – una de las democracias más sólidas del continente. Entonces contribuyó a su restablecimiento en otros países que habían tenido una tradición más larga (como Uruguay y Chile). El presidente Betancourt luchó contra viejas y nuevas dictaduras (como la de Trujillo en República Dominicana y Castro en Cuba) y la práctica de los golpes de estado. Los presidentes Caldera y Herrera animaron la vuelta a la democracia en Argentina (1983) y Brasil (1985). El último inició el programa de solidaridad económica con Centroamérica y el Caribe (Acuerdo de San José. 1980). El presidente Pérez apoyó la creación del SELA (1975) y la devolución del Canal a Panamá. Venezuela acompañó el proceso de paz en América Central (Grupo Contadora); y estuvo al lado de Argentina en el conflicto de Las Malvinas (1982). Fueron muestras de preocupación por la suerte de los pueblos hermanos.

Desde su independencia Venezuela acogió a quienes huían de cualquier parte por distintos motivos: en el sigo XIX a dominicanos y cubanos (incluidos Juan Pablo Duarte y José Martí), italianos, franceses y alemanes; y en las primeras décadas del siglo XX a gentes del este europeo (especialmente judíos) y republicanos españoles (muchos vascos y catalanes), quienes enriquecieron su cultura. Cientos de miles vinieron después de la última guerra mundial, como millones de colombianos para escapar a la violencia y miles de latinoamericanos a las dictaduras militares. Ha sido, pues, refugio de larga tradición. Y también lugar propicio para quienes querían progresar. Muchos echaron raíces familiares y fundaron instituciones o empresas que contribuyeron al desarrollo del país. Al comienzo fueron italianos, después españoles y portugueses. A los reinosos se agregaron ecuatorianos y andinos de más allá. Hubo otras migraciones: numerosa la de los árabes y menor la de los chinos y japoneses.

Durante la segunda mitad del siglo XX, Venezuela no se limitó a acoger a quienes buscaban protección por sus ideas y a ofrecer condiciones favorables a quienes aspiraban un mejor futuro personal y familiar. Entonces, en momentos de grandes ilusiones, la democracia venezolana promovió iniciativas para extender a otros pueblos un proyecto político que les permitiera vivir en libertad y satisfacer las exigencias de la justicia social. No obstante, fue un tiempo de alternativas. A las esperanzas de finales de los ‘50, sucedieron las regresiones de la década siguiente. Pero, curioso destino: cuando otros (Argentina, Brasil, Chile) reemprendían sus caminos o se mostraban dispuestos a las reformas (México), se había iniciado la decadencia del sistema establecido acá en 1958. No se hicieron las correcciones necesarias (eran viejos y nuevos los vicios), ni se manejó con prudencia la riqueza petrolera, ni se atendieron los reclamos de los excluidos de sus beneficios.

Aquel fue tiempo de esperanzas. Se creyó posible alcanzar un doble objetivo: un régimen de libertades sostenido en un sistema económico y social perfectible. Voceros de Venezuela expusieron en todos los foros que la democracia es incompatible con el atraso y la pobreza y que su consolidación depende de la superación de tales condiciones. Esa tesis, que la historia moderna parece confirmar, fue acogida por la Carta Democrática de las Américas (11.09.2001): “La democracia y el desarrollo económico y social son interdependientes y se refuerzan mutuamente” (artículo 11). Para evitar equívocos, se precisaron los elementos definitorios:  «el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos».

Poco después de comenzar el gobierno de Hugo Chávez culminaba en Lima el proceso de elaboración de la Carta Democrática. Se trataba de una vieja aspiración – que ya se había logrado, parcialmente, en el Protocolo de Ushuaia (1998) – cuyo objetivo era preservar y fortalecer el ejercicio de la democracia en el continente. Pero, el desempeño del nuevo caudillo venezolano despertaba inquietudes. Curiosamente, las manifestó temprano Gabriel García Márquez. Algunos las atribuían a la resistencia, por la pérdida de sus privilegios, de los grupos desplazados del poder. A partir de diciembre de 2001, sin embargo, se hizo evidente que el proyecto chavista pretendía el establecimiento de un régimen autoritario y autocrático (además, corrupto), contrario al estado de derecho, que más tarde se autocalificaría de socialista. Desde entonces los gobiernos de la región adoptaron actitudes distintas frente a aquella experiencia: desde el apoyo irrestricto, a la reserva prudente o la abierta hostilidad.

En realidad, a partir de 2009 ya no hubo democracia en Venezuela; y desde 2010 se limitaron gravemente las libertades y derechos. El régimen, que desconoció las facultades de la Asamblea Nacional (con mayoría opositora surgida de elecciones desde 2016), se vio sometido a sanciones internacionales, que agravaron la crisis económica provocada por su incompetencia y la corrupción. De 2013 a 2021 el PIB cayó 76,1% (PNUD.2023) mientras aumentaban los niveles de pobreza (ahora 88,2% según ENCOVI.2023). Las actitudes de los gobiernos del entorno latinoamericano han variado conforme a las circunstancias de sus países. N. Maduro cuenta con el apoyo firme de los 3 “socialistas”, pero ya no con los del Caribe (a causa del conflicto con Guyana). Los de México, Colombia y Brasil guardan distancias, mientras que el de Chile es un duro crítico, como también los otros 4 suramericanos. En Centroamérica sólo Honduras mantiene relaciones amistosas con Caracas.

Se tiene ya como decisión irreversible de quienes encabezan el régimen venezolano rechazar una transición negociada. En la comunidad internacional se piensa que el chavismo no cree en la efectividad de las sanciones y que, además, está dispuesto a aceptar como ingresos nacionales los provenientes de remesas de emigrantes, de ciertas actividades ilegales y de un pequeño aumento de la producción petrolera.  Son pocos (pib2023: $77.7MM), pero suficientes para permitir a los jerarcas llevar una vida cómoda y amasar fortuna. Se estima que la fuerza armada podrá controlar la oposición del pueblo que sufre, pero que no se rebelará porque ama la paz. Como ha ocurrido muy cerca, en Cuba y Nicaragua, y más lejos: Rusia, China o Irán. Se desconoce, así, la historia del país (“tormenta y drama”, resumía Picón Salas), que ha luchado por su libertad en forma permanente, aun después de concluido el ciclo de guerras civiles.

En efecto, en Venezuela las ideas de libertad, democracia y justicia social echaron raíces. Las luchas comenzaron en el siglo XVIII. La guerra de independencia (de emancipación del imperio y reconocimiento de los “derechos del hombre”) fue larga. Luego, la exclusión (en sus diversas formas) provocó los reclamos de los afectados. No faltaron en tiempos de las dictaduras. En 1936 y 1958 el pueblo impuso la libertad.  En fin, durante la etapa democrática se consideraron aquellas ideas como fundamentos de la acción del país. Subsisten todavía fuerzas que las sostienen y a las que ahora acompaña un altísimo porcentaje de la población. Nunca se rindieron ni han claudicado ante el régimen. Para imponerse requieren de la solidaridad internacional y, especialmente, de los gobiernos y pueblos de América Latina. A todos conviene la vigencia de la democracia, para que no se desaten los diablos de la fuerza y la violencia.

Conviene al destino de América Latina el fin del régimen chavista. La disminución de su influencia exterior, debido principalmente a la reducción de los ingresos que le servían para apoyar proyectos autoritarios, ha permitido a los movimientos democráticos del continente ganar nuevas fuerzas. Fue un ventarrón que se calmó al quedar en evidencia sus falsos propósitos, su incompetencia y su corrupción. Venezuela democrática es garantía de crecimiento y respeto a las libertades en el entorno. Deben comprenderlo Estados Unidos y las potencias regionales, a las que a veces ciega la amistad incondicional con compañeros de ruta no siempre bien intencionados

X: @JesusRondonN

 

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