Sabiduría y goce del collage


MERCEDES PARDO, INÚTIL MECÁNICA, COLLAGE, 1965

Por RAFAEL CASTILLO ZAPATA

(Este texto lo escribí hace tanto tiempo que ya no recuerdo con exactitud cuándo, ni en ocasión de qué lo hice. Amarillento en el papel, pero intacto en su discurso, me sorprendió a mí mismo al encontrarlo, tanto que me pareció que fue otro quien lo escribió. Con motivo del Día Mundial del Collage, pensé que, así resucitado de una vieja caja de cartón, el texto podría servir de pregón y de alabanza de una práctica que me ha deparado no poca sabiduría y mucho goce a través del tiempo. Ojalá que los lectores sientan lo mismo).

**

¿De dónde viene la complacencia que supone y presupone el acto de hacer o de contemplar un collage? ¿No proviene, acaso, del hecho de que su ejercicio recupera para el arte una cierta fuerza lúdica, despreocupada, característica del niño que improvisa formas y combinaciones con el papel que recorta y pega a su aire, sin premeditación y como se lo dicta el proceso mismo del recorte, la selección caprichosa de los fragmentos con los que va componiendo sobre la marcha su colcha divertida? De allí la suerte de entusiasmo que nos invade al contemplar una de esas superficies taraceadas a las que los cubistas nos acostumbraron desde temprano al iniciarse el pasado siglo. Complacencia y entusiasmo que provienen de un sentimiento gozoso de reconocimiento de nuestra propia capacidad de juego y aventura.

Como al niño, el desorden de las cosas nos entusiasma en la medida en que desafía intensamente nuestro apetito de orden y de buen reparto de las partes. ¿No es así precisamente como nos colocamos frente al collage, en actitud de penetrar en cierta materia que ha estallado hace quién sabe cuándo y cuyo orden perdido el ojo se afana en recuperar, reconstruyendo a saltos y como por síntesis sucesivas, ellas mismas fragmentarias y provisionales, una cierta estabilidad placentera, cuyo gozo, con todo, radica precisamente en que nos empuja siempre al vértigo de lo inacabado, al cosquilleo premonitorio de lo que, en cualquier momento, puede volver a estallar?

Emoción y complacencia, pues, frente al vértigo de lo vesperal que se promete en el instante, de lo que se anuncia en un precario limen indeciso. ¿No está el collage precisamente en los márgenes, en las periferias copiosas de la pintura? ¿No es acaso la consecuencia de ese estallido radical del plano que los cubistas impusieron a martillazo limpio después de la enseñanza de las moles paisajísticas de Cézanne? ¿No es allí, en el límite en que se pierde el trazo de la tradición representativa y la pintura se proyecta hacia la gran hecatombe vanguardista, donde el collage abre sus territorios escarpados, sus geométricos balizajes?

Emoción y complacencia de lo que aparece haciéndose, no hecho ya, de por sí, sino surgiendo, acabando de salir de una explosión violenta y encaminándose, en ese instante mismo, hacia una estabilidad posible, virtual, que el ojo presiente y espera, y que, en su perseverancia, provoca, logrando que acontezca.

Azar dichoso, el entusiasmo y la complacencia que el collage nos causan proviene de ese entregarse en brazos de lo aleatorio, lanzados a la insensata deriva de la suerte. Como la mano que lanza los dados sobre el tapete virgen y no sabe qué cara enseñarán las caras numeradas, numerosas, arroja el ojo la mirada como una red que no sabe nunca de antemano la naturaleza, el volumen, la extensión de lo que, al final, y como inspiradamente, realmente le será dado atrapar para ordenarlo. Como las estrellas, aparentemente en desorden, que responden sin embargo a una cosmología a menudo inimaginable, así los trozos de papel, de madera, de corcho, de tela, de hojalata se derraman sobre el soporte para crear un mundo de orden enteramente potencial. Y el ojo es el único que decide qué diagrama, qué coordenada elige la mirada para rendir su fruto de saberes y placeres de ritmo constructivo.

Tentación de experimentar con las basuras. Lo que de fronterizo o marginal tiene el collage con respecto a la pintura pasa, con fuerza, por ese apego gustoso por lo desechado, por lo que ha ido quedando en el camino como inservible, como inútil, y que el ojo reconoce, en cambio, como adecuado para sus propios intereses. ¿No es el hacedor de collages, el encolador, en principio un coleccionista? ¿No se va armando esa constelación futura a medida que va recogiendo por el camino fragmentos de cosas que preparan quién sabe qué revelación, qué parto? En la confianza con la que el hacedor de collages espiga entre los detritus cotidianos está la seguridad de un merecido hallazgo. Cada collage es una apuesta, una tirada de dados recogidos por el camino, guardados en los bolsillos de la cazadora o del pantalón y lanzados luego sobre el soporte receptivo.

Y es que, si uno lo piensa un poco más, ¿no es el collage una práctica orientada por una cierta especie de poética de la ruina, un ritual de consagración estética del escombro? Como respondiendo a esa maquinaria de derroches y de excesos que es la sociedad industrial moderna, el collage sobreviene al mundo en calidad de símbolo —y síntoma— de una economía sobresaturada de objetos consumidos rápidamente, cuya inutilidad parcial atrae la mirada del ojo que ve en ellos restos de vida, aliento no gastado, brillo posible. Pariente, en esto, del ready-made, el collage responde poéticamente a esta cultura de la acumulación y del gasto, del desecho fácil y continuo. Se levanta del lado de lo relegado, de lo empujado hacia el extrarradio cultural, y de ese suelo se nutre para avizorar nuevas órdenes posibles.

¿No surge de allí mismo también otro argumento para explicar la emoción y la complacencia que nos embarga en relación con el collage? Atractivo de lo sobreabundante, de lo que se acumula y se superpone como manifestación de un gasto eufórico, gratuito, de materia. Si uno contempla Inútil mecánica, de 1965, de Mercedes Pardo, por ejemplo, ¿no experimenta la dicha infantil que experimenta el monarca tribal cuando celebra sus potlachs ostentosos, sus exhibiciones de riqueza y de poder? Hay allí derroche de imágenes, de signos, de trazos, de huellas, y esa exuberancia entusiasma.

Si uno se detiene en un collage de Kurt Schwitters, en Construction for Noble Ladies, de 1919, por ejemplo, uno ve claramente cómo se produce esa exuberancia mediante la superposición de capas de materia encolada, que producen una estratificación copiosa, un palimpsesto robusto, cuyo exceso saca al collage mismo del plano y lo proyecta volumétricamente, haciendo reales, materialmente mensurables, sus relieves virtuales. En tales casos, el collage es ya una escultura. Razón de más para adscribirlo a los márgenes, para situarlo en el entredós indeciso que va de las dos a las tres dimensiones geométricas y optométricas del espacio.

Rapto de imaginar una piel debajo de otra piel debajo de otra piel. Delicia de la uña que escarba y descascara la pared roñosa —el niño y el prurito de la costra—. Vértigo del que se entrega a una inmersión cuyo destino ignora. Intrigante haz de hollejos de la cebolla, de pétalos en el caprichoso puño de la rosa. Lo mismo en el collage, con su espesura de láminas.

Y aún hay otra razón más para explicarnos la emoción y la complacencia que nos provoca el collage, y es que, a despecho del lúdico impulso que regala lo azaroso, su práctica nos depara las alegrías que brindan, cada uno por su lado, la precisión del cálculo y las fiestas abstractas de la geometría.

Un plano estricto, diseñado, proyectado, medido, subyace a la aparente disposición aleatoria de los papier collés de Braque, como ocurre en ese temprano Naturaleza muerte sobre una mesa (1914), una constelación casi matemática de las formas recortadas y de los colores —crema, blanco, negro, papier faux bois— dispuestos con antelación en el plano. Si uno piensa en otros collages de Mercedes Pardo, como el que forma parte del proceso que derivará luego en el Homenaje a Miró (1985, acrílico sobre tela), acepta que el cálculo cromático, la disposición medida de las fuerzas antagónicas presentes en las diferentes tintas y en las diversas formas del papel recortado con formas geométricas, están dirigiendo toda la composición cuyo sentido es pura y evidentemente abstracto.

Pero incluso en tales casos, ¿no somos llevados a pensar que el cálculo es, en estos collages específicos, una ilusión? Quiero decir, mejor, que el hecho innegable de su precisión estructural no invalida la fuerza generadora de lo aleatorio que, me parece, subyace en la práctica del hacedor de collages. Si lo que surge es precisamente esa composición calzada, perfecta en su conjunción de partes siempre estables, se debe a la maestría del ojo que se conduce a través del azar con unos utensilios visuales de orientación —portadores de regularidad matemática— que él ha ido adquiriendo a lo largo de su experiencia con la materia —siempre dispersa, siempre fragmentaria, siempre impredecible— de la que surge finalmente un collage. ¿O será que este orden geométrico se va estableciendo sobre la marcha, cuando el acontecimiento azaroso involucra una mirada preparada para ver matemáticamente los desórdenes del color y de la forma? Quiero decir, aún, que todo collage me parece provenir de un estallido —de la materia, del espectro, de la figura—, aunque se construya luego bajo los dictados de una visión rigurosamente articulada, mesurada.

Alegría del azar, alegría del cálculo. ¿No son éstas, acaso, dos de las máximas experiencias de goce del espíritu, ingredientes esenciales de toda fiesta de la razón, de todo sabor del intelecto? ¡Y que sea el collage el que las ofrezca precisamente de este modo simultáneo al apetito del ojo del hombre, ávido siempre de mirar y atravesar —traspasar, rebasar— lo real con la mirada!

Destruida la realidad exterior al espacio que el cuadro encuadra, que el marco enmarca, ¿no entra luego, despedazada, a formar parte de ese espacio balizado, acotado en sus bordes rectilíneos que se inaugura en cada collage? Y no podía ser de otro modo: la realidad minada, estallada, es la fuente nutricia, la materia prima primordial del hacedor de collages. Él devuelve al ojo la posibilidad de recuperar esa realidad perdida de lo visible en un nuevo orden de relaciones. Es por eso que podemos, con todo derecho, considerar al collage como una constelación. ¿No radican allí, precisamente, ese gozo y esa sabiduría que el collage proporciona, esa alegría que en él invita a la mirada a encontrar un orden en medio de la materia acribillada del mundo, materia rota, derrochada, deshecha, desechada o bruta?


*El 12 de mayo se celebra el Día Mundial del Collage.

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus
lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance.
¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *