‘Blue Bloods’ y nuestro presente en Costa Rica


Tengo que decir que la serie Blue Bloods me encanta, porque la protagoniza una familia católica llena de policías de mucho éxito, de valores que me gustan, pero sobre todo porque habla de la vida tal y como es, sin fingimientos.

Los que la siguen saben que la familia Reagan, independientemente de la evocación al Partido Republicano de los Estados Unidos, se sienta a la mesa todos los domingos para hablar de ellos y los problemas éticos que enfrentan en la vida.

Se habla de la experiencia del bisabuelo, del abuelo en el alto cargo de comisionado de Policía de Nueva York, del detective que perdió a su mujer y cuida de sus hijos adolescentes, del sargento y su esposa, de la fiscala y su hija, de la ley, los muertos, los vivos y la fe.

Es cierto que todo se vincula a la ley y el orden; sin embargo, la familia es capaz de discernir hasta dónde la norma es importante y cuándo el discernimiento ético conduce a una decisión límite, mas no por eso errada.

La clave de la trama se establece en la mesa de reunión de tan singular familia. Ellos son de sangre azul porque sirven a la policía por generaciones, pero también el título de la serie nos hace pensar en la nobleza, en las monarquías que sustentaban títulos en Europa.

Los Reagan son descendientes de migrantes irlandeses católicos, que quieren mantener sus tradiciones, pero a los que el mundo moderno pone en crisis y en estado de alerta.

Lo fascinante es que la serie no los presenta siempre como héroes. A uno se le va la mano con la rabia y otro tiene que ser precavido con sus decisiones, aunque causen problemas políticos. Otro prefiere las viejas formas de resolver los problemas, los nietos son contestatarios e hijos de nuestro tiempo.

Un caso llamativo es el de uno de ellos que quería ser sacerdote, terminó graduándose de abogado en Harvard y cambió la leyes por las calles como policía, y se casó con su compañera de patrullaje.

En fin, la vida supera las expectativas de lo perfecto y llama a la reflexión compartida para iluminar las opciones personales con vistas al bien común. Y este es el punto importante: ¿quién tiene la razón?

Si pensamos unilateralmente, nos perdemos en el espacio del discernimiento responsable. En los últimos episodios de la serie, surgen diferencias de opinión y conflictos internos en lo que debería “ser perfecto”. Pero en realidad, por más que lo busquemos, nunca seremos irreprochables, como no lo son los Reagan de la serie.

A nuestro “grupo perfecto”, siempre van a llegar otros que nos obligarán a mudar, como cuando los matrimonios en la familia Reagan son una novedad. Otras voces y puntos de vista se interpelan y generan cambios de decisión, discusión y resoluciones.

Estos días me ha venido a la mente compararnos con los Reagan. Lo que nos falta en Costa Rica es discernir colectivamente, lo que no implica divergir, porque eso es natural, pero sí se hace necesario confrontarnos, porque nadie tiene la verdad absoluta.

Por ello, las democracias liberales promovieron siempre la existencia de un parlamento, que implica el ejercicio libre de la palabra. Esto lleva a situarse en medio de otras perspectivas y razones, porque la unicidad de la palabra exige, sin lugar a dudas, la pretensión de oprimir y suprimir lo diferente. Y esta es una situación de la cual nos tenemos que prevenir.

Volviendo a la familia Reagan, todos son de carácter duro y pensamiento agudo, a veces los conflictos estallan entre ellos porque se quieren sobreproteger, porque la causa del bien de uno no es aceptada por el otro, por el miedo a perder a un ser querido, por una libertad exagerada o, simplemente, por el afecto entre ellos.

Sin el conflicto, la mesa de la familia no profundiza en el sentido subyacente a la existencia, porque una sola voz dominaría a enteras generaciones en las más sombrías tinieblas. La falta de diálogo y controversia solo conduce a la abyección, nunca a la libertad y la expresión del más alto bien social. ¿Qué pasaría si en la familia Reagan dominara más el resentimiento que la búsqueda de la verdad? Nunca volverían a estar juntos en la mesa.

Es notorio que Jesús de Nazaret es caracterizado en los Evangelios como uno que está siempre en la mesa con otros, sea el invitado o el anfitrión, donde hay diatribas, enseñanzas, impertinencias, generosidad y hasta despedidas dolorosas en función de un final atroz.

Sin embargo, Jesús nunca desistió de departir en la mesa y siempre estuvo atento a lo que en ella acontecía: como en el caso de la prostituta que se postró a sus pies, los lavó con lágrimas y los secó con sus cabellos. Un escándalo para quien lo había invitado (un fariseo que se creía poseedor de la verdad divina), pero para Jesús aquello fue un gesto de profundo amor.

¿Cómo entender que hay gestos de amor (pongámoslo en político: solidaridad, bien social, armonía intercultural, tolerancia) si ya los hemos descrito como corrupción? Así lo hicieron los fariseos con Jesús, destruyendo toda posibilidad de diálogo y recomposición social.

No es cierto que los que tienen voz altisonante, y a veces popularmente aceptada a causa del resentimiento social, quieren el bien del prójimo o del pueblo. Como planteaba Ibsen, hay que ser en ocasiones enemigo del pueblo porque este está manipulado y dirigido al mal, sin que lo perciba.

Entonces, ser enemigo del pueblo es buscar un bien más alto, el de la plena conciencia de humanidad. ¿Acaso no colocan los Evangelios que la gente manipulada pidió la liberación de Barrabás y la cruz para Jesús? Ese es el drama que enfrentamos hoy en nuestro país.

Lo decía el profeta Miqueas, cuando vaticinar (o bien, podríamos traducir profetizar) es solo crear mentiras, la realidad nos afecta significativamente y nos hace ver que el oráculo de los corruptos, que pretende ser verdad para encubrir intereses espurios, es solo vacío y manipulación.

Por eso, todo profeta debería ser cribado con lo real, con lo concreto y realizado, no con una idealidad mentirosa y ponzoñosa. Lo triste es que apenas unos 80 años atrás Hitler conquistó a las masas con palabras que hoy nos avergüenzan, profecías falsas que destruyeron millones de vidas. ¿Acaso no hemos llegado al grado de entender dónde se encuentra el verdadero peligro para nuestra libertad? ¿Seguimos creyendo en los profetas falsos porque simplemente encienden nuestro rencor visceral?

Ese es el problema del populismo, al que muchos se adhieren. Pero los profetas de Israel no eran tontos, vinculan ese populismo con una falsa religión, llena de sacerdotes, profetas, adivinos y sacrificios, que sustentan un sistema esencialmente destructivo.

Esto nos tiene que hacer pensar más profundamente. Amós convocaba al pueblo a pecar en Betel y Guilgal, grandes templos erigidos al Dios de Israel, pero que albergaban mentiras y rituales fastuosos que no honraban a Dios por estar vinculados con la corrupción de los líderes de ese culto. Su irónica palabra era un puñal en el discurso falso de los que solo pensaban en vanagloriarse.

Para los profetas, lo que definía la verdadera fe era el reclamo constante de la memoria del Dios del éxodo, del que se oponía a la destrucción de la vida humana. Esta es una idea tan fundamental que los profetas del Antiguo Testamento hicieron de ella el leitmotiv de su predicación.

Recordar el ideal de una libertad, entendida como participación responsable en el destino del pueblo, nos libera de las garras de los faraones autodivinizados y llenos de orgullo. El autoexaltado siempre es derrocado por la realidad, el culto imperial no deja de ser una fábula, pero el ansia de libertad nacida de Dios nunca lo es.

Por eso, la familia Reagan, con gente tan sincera y a veces despiadada en sus causas, me producen sentimientos de confianza en el futuro. Con sus discusiones sinceras en la mesa de los domingos, me evocan el sentido de cada eucaristía en nombre de Jesús, el hijo de Yavé.

Me inspira a no tener miedo de mis debilidades y a afrontar el futuro con esperanza. Resistiendo con todas las fuerzas de mi corazón a las petulancias de un poder falso, narcisista y manipulador, mi fe resuena como convocación a la verdadera vida y a la generosidad del corazón.

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El autor es franciscano conventual.

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